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Cien días (espasmódicos): Trump y Robert Kennedy

Habría que preguntarse, en serio, de dónde nace esa idea de los “primeros cien días”: seguro no de Napoleón entre dos islas…

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En una interesante y sorpresiva entrevista, aún antes de la toma de posesión del 20 de enero, el último político supérstite (hasta ahora, por lo menos) de la malograda familia Kennedy (Robert junior) sostuvo que Trump podría finalmente ser recordado como uno de los grandes presidentes de Estados Unidos.

Fue una entrevista difícil de seguir, y más de apreciar, en su significado real: quienes no conocieran los problemas de salud y la trayectoria de RFK jr., podían pensar que Fox News, en su afán celebratorio, hubiese contratado al primer retrasado mental que encontrara para entonar las loas al nuevo presidente quien, ahora sí, “haría América grande otra vez”. Nada más lejos de la realidad; Robert Kennedy padece, desde hace muchos años, una disfunción del habla (disfonía espasmódica) que le dificulta expresar, pero no elaborar claramente, sus pensamientos; y pese a su hándicap ha estado desde siempre en la tribuna (incluso radiofónica) de las causas ambientalistas y ecológicas; ha liderado innumerables manifestaciones en contra de las multinacionales responsables del calentamiento global (que Trump desestima) y denunciado la vacunación infantil como causa probable de nuevos brotes de enfermedades aparentemente eliminadas (preocupación que Trump comparte, al punto de ofrecerle la coordinación de la oficina presidencial a cargo de ese tema).

Cuando salió al aire esa entrevista, algunos analistas prudentes recomendamos no reír demasiado, o demasiado pronto: que todavía era posible, por descabellado que pareciera. Los medios norteamericanos (y con mayor razón los mexicanos) prefirieron soslayarla: los que estaban en contra de Trump – la mayoría – por considerarla el sueño guajiro de un político fracasado en busca de notoriedad y de un puesto en el gobierno; los en favor porque, aparentemente, ni ellos se lo creyeron. Y así llegamos a estos días, en los que se hace el balance de los primeros cien días de la presidencia.

Habría que preguntarse, en serio, de dónde nace esa idea de los “primeros cien días”: seguro no de Napoleón entre dos islas (la de Elba y la de Santa Helena), porque el emperador bajito (no más que yo, inclusive un poquito más alto que yo) nunca tuvo chance de unos segundos cien días, o terceros, o lo que fueren: sus patéticos cien días, por lo que recuerdo, sólo sirvieron de pretexto para mandar a Edmundo Dantés a un calabozo por trece años. La primera vez que se usó esa expresión para hablar de un presidente norteamericano, fue en 1933, con Franklin D. Roosevelt. Así que el estándar de comparación (el benchmark, como dicen mis amigos de marketing) es alto.

CNN y el New York Times han empezado, desde un par de semanas, a hacer el recuento de las promesas electorales que Trump ha incumplido, o cumplido mal, en estos cien días: prometió el muro y no lo ha hecho; prometió recuperar trabajos para la clase trabajadora norteamericana y no lo ha hecho; prometió deportar a los ilegales incómodos y no lo ha hecho; prometió hacerse respetar por Putin y está poniendo el mundo en riesgo del apocalipsis nuclear. Hay voces que dicen que todavía hay tiempo (finalmente, si contamos con esmero los días, los 100 días de Roosevelt fueron 105); hay otras voces, más sensatas, que recuerdan que, en política, lo que el electorado cree que un político hace, importa más que lo que hace realmente.

Al evaluar estos cien días de Trump, es importante tener una brújula de navegación: para nosotros, digo. ¿Nos vamos por la presidencia norteamericana como teleserie? Hay mucho antecedente: desde The West Wing a House of Cards (pasando por The Goodwife, que por el momento se limita a la carrera para gobernador). Y, aún desde antes que empezaran los cien días, la presidencia de Trump nos ha ofrecido huesos sabrosos con que entretenernos: que si Melania quedaría como la rival eternamente resentida de Michelle Obama; que si sería Ivanka o Melania la verdadera Primera Dama; que si finalmente algún modisto se atrevería a vestir la primera familia; y, más recientemente, si es Melania la que elude el abrazo de Donald o viceversa. Háganme el sacrosanto favor.

La alternativa es: ¿para nuestros juicios, usamos otro punto de arranque que no sea Vanity Fair?  Uno de mis maestros, un teórico italiano, comentando las últimas décadas de ilusiones, entusiasmos y decepciones (hasta el último referéndum, al que ya hice referencia en un artículo anterior), ha dicho que, si algo queda vigente, es la necesidad de establecer un punto de vista sólido y preciso para observar los acontecimientos. Este punto de vista, en mi opinión (y también en la suya) es el de la clase obrera norteamericana (más tarde, si quieren y si tenemos espacio, podemos platicar de la vigencia del concepto de clase trabajadora, de si es lo mismo que clase obrera, de cómo las dos concepciones siguen remitiéndose la una a la otra en un juego elusivo de espejos).

¿Qué hizo la clase trabadora este 8 de noviembre de 2016, que no hubieran hecho sus bisabuelos en las elecciones del 8 de noviembre de 1932? Escuchó promesas de campaña; interpretó señales de intención política (la movilidad de Roosevelt, contra el estancamiento de Hoover; la transgresión a las reglas del juego político y económico por parte de Trump, contra el respeto de las mismas reglas por parte de Hillary); decidió por la primera contra el segundo (no se me confundan con los masculinos y femeninos: estoy hablando de la movilidad contra el estancamiento); en el proceso, abandonó de manera definitiva a sus organizaciones sindicales en viejo contubernio con el sistemas: y sólo estoy subrayando lo que acomuna la situación de las dos fechas, ominosamente parecidas (y créanme, no soy partidario de la numerología ni de la búsqueda obcecada de coincidencias).

¿Que hay diferencias? Pero claro que las hay. Para empezar, no me queda para nada claro si Donald Trump es otro Franklin Roosevelt. Franklin proponía aumentar los impuestos para los empresarios y Donald promete lo contrario; y, claro, la Corea del Norte de hoy no se parece al Japón de los años treinta (de no ser por otra razón, porque la partición artificial de Corea en dos fue un invento diplomático de Estados Unidos), ni el Medio Oriente de hoy se puede comparar al de hace ochenta años, que ni siquiera figuraba en los mapas geopolíticos. Pero queda una semejanza, ominosa y terrible: el fracaso de la paz (y llamémosla con su nombre, si queremos: pax americana) y el resurgimiento del fantasma de la guerra.

¿Cómo reaccionaba la clase obrera norteamericana de los años treinta a la posibilidad de la guerra? No nos perdamos en falsas respuestas que el espacio es poco. Las clases sociales no son individuos ni reaccionan como tales. Si en 1932 hubieran existido los focus groups, seguramente los obreros de Detroit hubieran contestado: no sé, espero que a mí no me toque (y vaya si les tocó); pero la guerra llegó porque el sistema internacional no encontró mejor manera de resolver su crisis, y la clase obrera norteamericana la aprovechó.

Este último 8 de noviembre la situación no fue muy distinta. La clase trabajadora estadounidense (dividida, descompuesta, derrotada, reducida a un pálido fantasma de lo que fue) se puso a la expectativa. Por primera vez en muchos años, un candidato sin cara de político profesional le ha prometido un cambio: ha dicho “America great again” y los trabajadores han entendido, justamente, trabajo, buena paga, seguridad social, asistencia médica viable, pensiones al resguardo de la inflación. Y todavía están a la expectativa, ahora que están por finiquitar los cien días: una expresión que, desde Napoleón para acá, nunca ha significado mucho.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

*Fulvio Vaglio publica todos los lunes.

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