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Investigación

Clinton y Lewinski, o un pantano que no se deja sanear

A veces la realidad no imita el arte, lo copia mal.

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Por Fulvio Vaglio

En lo que va de la presidencia de Trump, se han hecho varias referencias a la película de Barry Levinson Wag the Dog (Escándalo en la Casa Blanca) de 1997, como confirmación de que un presidente en crisis de imagen es capaz de cualquier artilugio con tal de distraer la atención del público.

En esa película era clara la referencia a Clinton y sus escandalosa e incontinente vida sexual; el presidente había sido acusado de conducta inapropiada hacia una jovencita visitante de la Casa Blanca (una chica luciérnaga,  se le decía en la película); con la ayuda de un troubleshooter hábil y sin escrúpulos (Robert De Niro) y un productor de Hollywood exitoso y aburrido (Dustin Hoffman) inventan una inexistente guerra contra Albania, encuentran a un perfecto héroe en un soldado con retraso mental (Woody Harrelson) y montan una impostura mediática con un funeral de estado para el héroe caído.

Al final de la película Hoffman no entiende de razones y quiere reconocimiento público para su obra maestra; termina muerto accidentalmente, cual debe, mientras De Niro se retira otra vez en la sombra. Pero el embuste ha dejado consecuencias: un grupo terrorista se ha creído el invento y amenaza con una guerra de veras.

En la realidad, no hubo guerra en Albania, pero sí muy cerca de allí, en Kosovo: empezó en 1996 con un movimiento de guerrilla separatista (Kosovo formaba parte oficialmente de la ex Yugoslavia, pero tenía población mayoritariamente albanesa) y escaló a la guerra de la OTAN en contra de Serbia (24 de marzo-10 de junio 1999: precisamente con estos bombardeos empieza otra película ya reseñada en esta columna, el documental Bowling for Columbine).

El asunto Lewinski corrió paralelo a la guerrilla de Kosovo: la relaciones entre ella y Clinton habían empezado en noviembre 1995, pero el escándalo alcanzó la luz pública en enero 1998; en diciembre de ese año la Cámara de Representantes votó el impeachment a Clinton por obstrucción de justicia, votación que fue revertida en el Senado en enero de 1999. Era obvio que el partido demócrata necesitaba un distractor con vistas a las elecciones presidenciales de 2000; la guerra de la OTAN contra Serbia fue providencial.

Providencial, pero no suficiente: sirvió para apuntalar la imagen del Presidente saliente, pero no pudo evitar que el escándalo perjudicara la campaña presidencial del delfín de Clinton, Al Gore; todos recordamos el otro escándalo, el de las elecciones de noviembre 2000, resueltas en favor de George W. Bush por un recuento de votos en Florida (cuyo gobernador era Jeb Bush, el hermano del candidato) y por una sentencia de la Corte Suprema. Si Clinton hubiera podido apoyar a manos limpias a su candidato – declaró el propio Clinton – Gore hubiera ganado Arkansas y/o New Hampshire, y el recuento de votos en Florida no hubiera sido necesario: pero el hubiera no existe.

De aquellos días aciagos quedan escándalos colaterales, coincidencias numerológicas sospechosas y declaraciones estrafalarias: entre los primeros, una serie de congresistas, todos republicanos, también tuvieron que admitir viejas relaciones extramaritales: Bob Livingston renunció, Newt Gingrich, Dan Burton, Bob Barr, Henry Hide, Helen Chenoweth-Hage tuvieron su momento de embarazosa notoriedad; era la punta de un iceberg cuyas dimensione reales Larry Flint, el director de Hustler, decía conocer y amenazaba con hacer públicas:  lo que a su vez podría explicar por qué la mayoría republicana en el Senado no votó por el impeachment de Clinton. Y, por cierto, la película Larry Flint de Milos Forman es de 1996: demasiado temprano para relacionarla directamente con el Lewinsky-gate, pero sí con el clima de hipocresía y encubrimientos que plagaba (¿pasado?) la clase política.

Coincidencias numerológicas: nueve son las veces que Monica Lewinsky declaró haber tenido encuentros sexuales con Clinton entre noviembre 1995 y marzo 1997; ya publiqué en este periódico las declaraciones de la anónima escort, que dijo al Sun de Londres haber atendido nueve veces a Steve Paddock en los hoteles de Las Vegas entre 2015 y 2016: ¿quién podría culpar al tabloide de Murdoch por querer celebrar, sin mucha originalidad, el veinte aniversario de los encuentros entre la tímida becaria y el poderoso presidente?

Declaraciones estrafalarias: extenderé un velo piadoso sobre las disquisiciones semánticas de Bill Clinton acerca de qué es y qué no es una “relación sexual”; pero no quiero ignorar las palabras de otra “víctima de las circunstancias”, Hillary Rodham Clinton, cuando atribuyó la campaña de desprestigio a la “vasta conjura de la derecha, que ha estado conspirando en contra de mi esposo desde el día que anunció su candidatura a la presidencia”: por lo menos, Melania Trump tuvo el sentido común de callarse cuando explotó el escándalo de los Hollywood tapes en octubre del año pasado; pero allá ellas.

Quizás no mucha gente recuerde que, una década después de Escándalo en la Casa Blanca, Barry Levinson nos regaló otra pieza de humor negro acerca de la política norteamericana: El hombre del año, de 2006. La historia es muy, pero muy actual: Tom Dobbs, el conductor de un programa de comedia (Robin Williams) se deja convencer por sus fans a presentarse como candidato independiente para la campaña presidencial.

Yo no había visto la película cuando salió; hoy me es difícil verla y no pensar en las acciones de Trump, tanto como candidato, como ya en calidad de presidente. Inicialmente, ni Dobbs ni su manager Jack Menken (Christopher Walken) creen que tenga ninguna oportunidad de ganar, pero esperan que su comicidad irreverente les imprima una bien merecida sacudida a los candidatos de los dos partidos mayores, empantanados en la carrera a quién dice más obviedades “políticamente correctas” e incapaces de enfrentar los asuntos que realmente les interesan a los electores.

Mientras más se acerca el día de las elecciones, el manager de Dobbs lo convence de que su carta ganadora está precisamente en no ser “políticamente correcto”; invitado al último debate presidencial, Dobbs rompe todas las reglas, escandaliza igualmente a los otros dos candidatos y a la moderadora, y arrasa con los aplausos del público presente.

La plataforma de Dobbs es una extraña mezcla entre Donald Trump y Bernie Sanders (claro que ninguno de los dos aparecía aún al escenario presidencial en aquel 2006); de Sanders tiene la polémica contra los intereses especiales (“si la campaña te cuesta cien millones de dólares, alguien te los presta y luego vas a tener que pagárselos”); de Trump tiene la caradura: hay una escena en que Dobbs baja de su estrado y empieza a pasearse frente a los candidatos y a la moderadora: me es difícil no pensar que algún asesor de Trump recordó la película y le aconsejó “estoquear” a Hillary, como lo hizo el 9 de octubre de 2016, en el segundo debate.

Aunque ni Trump ni Sanders fueron, en la realidad, candidatos independientes, la polémica de Dobbs contra los dos partidos mayoritarios también recuerda la promesa de Trump de “sanear el pantano” de Washington.

A este punto la película da un giro para mostrarnos una compañía productora de software, que ha ganado la licitación para ser proveedora del gobierno federal en el proceso de votación por computadora. Una ocurrente programadora, Eleanor Green (Laura Finney) ha descubierto que el sistema tiene una falla: se lo avisa a su jefe Stewart (Jeff Goodlum, ¿quién más para malo en traje de negocios?) quien le da carpetazo al asunto para no perder el jugoso contrato gubernamental y porque, de todas maneras, sería demasiado tarde para tomar medidas correctivas.

Llega el día de las elecciones y Tom Dobbs gana, contra todas las expectativas; Dobbs se toma muy en serio su victoria, considerando que el público ha aceptado su propuesta en contra de los políticos tradicionales; la única que está segura de que las cosas no están así es Eleanor. Sus jefes la mandan asaltar y drogar en su departamento para desprestigiarla; ella logra ponerse en contacto con Dobbs y convencerlo de que no ganó la elección.

Lo demás es ajuste y desenlace: los malos intentan asesinar a Eleanor, Dobbs renuncia a la presidencia (no sin una puntada sarcástica a la elección del año 2000: “esto no fue fraude: ¿dónde están el hermano gobernador del candidato y el voto de la Corte Suprema?”), el presidente en cargo es reelegido y su segundo mandato resulta ser mejor de lo que se esperaba, Dobbs regresa a la comedia porque “el bufón no gobierna el reino, sino que se mofa del rey” y se casa con la chica. En el análisis de melodramas, lo llamaríamos “final ordenador”.

Personalmente me gusta más el cinismo de Escándalo en la Casa Blanca que el mensaje esperanzador de Hombre del año: siento que me falta una segunda parte de este último filme, con Trump (perdón, Dobbs) hundiéndose en el desprestigio por no poder cumplir con sus promesas electorales. Pero queda un hecho: en 2006, Levinson ya había previsto (en la manera estrafalaria en que la ficción se anticipa a la realidad) que Estados Unidos tendría a un bufón como presidente.

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