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Investigación

Cuando toda la realidad no cabe en la ficción: Bowling for Columbine de Michael Moore

Partir de películas significativas, no necesariamente nuevas, para dejarnos llevar a interrogantes actuales: éste es el proyecto de una nueva columna semanal que quizás podría llamarse EL HUEVO Y LA GALLINA.

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Por Fulvio Vaglio

Esta semana quisiera empezar por Bowling for Columbine, un documental realizado en 2002 por Michael Moore sobre el tiroteo en una secundaria y preparatoria de Columbine, Colorado, acaecido tres años antes y que dejó muertos a 12 estudiantes y un maestro.

La película de Moore recibió el Óscar al mejor documental en 2003 y ya varios comentaristas norteamericanos la han sacado a colación como una referencia para entender la reciente matanza de Las Vegas. Y anoche, 5 de octubre, Sean Hannity de Fox News ha arremetido directamente contra Moore por quererle quitar a los “ciudadanos respuetuosos de la ley” el derecho de defender a sus familias.

El 20 de abril de 1999, dos jóvenes, Eric Harris y Dylan Klebold, masacraron a doce de sus compañeros y un maestro de la preparatoria de Columbine, en Littleton, Colorado. Harris acababa de cumplir 18 años, a Klebold le faltaban aún cinco meses.

“Raros” y “maricas” según la mayoría de sus compañeros, frecuentemente objetos de bullying por parte de los chavos populares de los equipos deportivos. Para cumplir con los créditos en actividades deportivas, Eric y Dylan habían elegido el boliche en lugar de deportes más físicos y más rudos: aun así, lo practicaban con desgano, para echar relajo nomás.

A los dos les gustaba el rock ultrapesado, especialmente el grupo alemán Rammstein, y consideraban a Marilyn Manson “demasiado pop”; su otra pasión eran los videojuegos, sobre todo Doom: Eric en particular era muy bueno e inventó unos niveles extra de dificultad que luego se llamaron los “niveles de Harris”: a toro pasado, los comentaristas quisieron echarle la culpa de la matanza a la influencia de videojuegos violentos y del propio Marilyn Manson.

Aparte ser acomunados en el rechazo por parte de la comunidad estudiantil, no es que tuvieran historiales parecidos: Klebold era nativo de Colorado y venía de una familia progresista, pacifista y contraria a las armas de fuego; Harris había nacido en Kansas de familia conservadora: su padre era piloto de la Fuerza Aérea y había participado en la Guerra del Golfo; lo movían con cierta frecuencia de una base militar a otra y, antes de llegar a Littleton, Colorado, había pasado unos años en Michigan.

Y finalmente, tampoco cumplen del todo con la metáfora de dos restos solitarios de algún naufragio anterior, echados juntos por una corriente caprichosa: ambos tenían su pequeño círculo de amigos, tolerantes de sus obsesiones: los desplantes destructivos de Eric, el alcoholismo de Dylan.

Los diarios de los dos nos muestran imágenes polarizadas: Eric lleno de odio y decidido a matar, Dylan escribiendo poemas de amor y contemplando el suicidio como liberación; sea como fuere, decidieron juntos hacer volar en pedazos la cafetería y disparar sobre los que sobrevivieran (luego tuvieron que modificar sus planes porque su bomba casera no explotó).

Éste pudo haber sido otro documental, más afín a las reglas del género: reconstruir el historial de vida, explorar los móviles personales, individuales, de los perpetradores de la matanza, recortar el análisis al microcosmo de Columbine; pero Bowling for Columbine elige otro derrotero: en realidad pasan casi 14 minutos y medio antes que se mencionen los nombres de los autores de la masacre, y más tiempo aún (29 minutos y medio) antes que la cámara se abra sobre Columbine High.

Su “quién lo hizo” es más escurridizo y finca responsabilidades morales en el mundo de la alta política y de los grandes negocios; su “dónde sucedió” es más vasto: empieza y termina en Michigan, después de haber abarcado todo Estados Unidos y el escenario mundial de las guerras. La pregunta fundamental también cambia en este recorrido y se concentra finalmente en “por qué aquí y no en algún otro lugar”; la respuesta: el clima de miedo y paranoia creado y mantenido intencionalmente por los intereses creados de la política y los negocios.

Michael Moore tenía razón: las preguntas demasiado fáciles arrojan respuestas igual de obvias; e igual de imprecisas. Uno de los jóvenes entrevistado en Oscoda, Michigan, revela, entre timidez y orgullo, haber manejado explosivos y ensayado la construcción de bombas caseras (hasta había adquirido un manual, el “Recetario del anarquista”; otro amigo suyo admite que, con una suerte un poco diferente, él mismo pudiera haberse encontrado en la misma situación que Eric Harris: perfiles intercambiables, difuminados, repitiendo un guion de identidades iguales y ficticias.

Marcados, o perseguidos, por coincidencias que, examinadas con más cuidado, no son tales: el documental empieza con la anotación que el 20 de abril de 1999, el día de la masacre en Columbine, Estados Unidos había vertido sobre Serbia un número récord de bombas, decimando la población del pueblito de Bogutovac.

Una hora antes de la masacre en Columbine, Clinton había defendido el bombardeo diciendo que “se había tenido el máximo cuidado para no afectar a la población civil”; pero resulta que entre los objetivos “militares” serbios destruidos estaban un hospital y una escuela primaria (días después, el 26 de abril y el 7 de mayo, le tocó a estación radiotelevisiva de Belgrado y, por error, a la embajada china). Pero Harris y Klebold no pudieron apreciar la hipocresía de su presidente: en ese momento estaban echándose las dos últimas líneas de boliche de su vida antes de presentarse a su cita con la muerte.

Claro que la misma guerra se ve distinta desde el aire y desde el suelo; en el diario de Eric se encontró un proyecto (¿o sueño guajiro?) para secuestrar un avión y estrellarlo en la ciudad de Nueva York: estamos hablando de dos años y medio antes del 9-11.

También la muerte se ve distinta desde el punto de vista de quién la aprovecha y quién la sufre: Littleton (el suburbio de Denver en el que se ubica Columbine) es dominado por (prácticamente, propiedad de) Lockheed, el gigante productor de misiles; Evan McCollum, el portavoz de Lockheed, “no ve la conexión” entre la masacre de estudiantes llevada a cabo en Columbine, y la de civiles en los teatros de guerra, alcanzado por los misiles que Lockheed produce y transporta hasta la base militar en las afuera de Denver, en las horas pequeñas de la madrugada, “cuando los estudiantes de Columbine duermen”.

Después de la masacre, Lockheed ha donado cien mil dólares al sistema escolar de Littleton para que implemente talleres de manejo de ira; lo curioso es que Eric Harris ya había asistido (obligatoria pero con exitosamente, según los instructores) al mismo taller el año anterior a la matanza; evidentemente McCollum no lo sabía, o Lockheed se hubiera ahorrado los cien mil dólares.  Y luego Sean Hannity dice que el hipócrita es Michael Moore.

El 19 de abril de 1993 el FBI entró a la comunidad davidiana de Waco, Texas, después de 51 días de sitio; el resultado de la operación fue, según las autoridades, el suicidio colectivo de 76 personas; pero entre los grupos radicales (de distinta índole y genealogía) se consideró una enésima prueba de que el gobierno federal se había vuelto “tiránico” y que era derecho del pueblo rebelarse.

“Rebelarse” tiene un abanico de connotaciones distintas en la memoria histórica de Estados Unidos: no remite sólo a la guerra de independencia  de 1775-1783; también remite a la Guerra de Secesión y a la reunificación nacional impuesta por los carpetbaggers norteños (mezcla de conquistadores, explotadores y especuladores) y nunca aceptada por la población sureña (otra referencia fílmica obligada es obviamente Lo que el viento se llevó); en la entrada de la escuela, justo debajo de “Columbine High School”, se aprecia el slogan “HOME OF THE REBELS”; “REB” era el apodo on-line de Harris (el de Klebold era VoDkA).

La confusión puede tener consecuencias asombrosamente simples: los alumnos “integrados” de Columbine High, cuando escuchaban “rebels”, pensaban en los héroes de la independencia (los que sobrevivieron a la matanza pudieron, un año después, deleitarse con el churro de Mel Gibson The Patriot); Eric Harris pensaba en los otros, llenos de resentimiento como él.

Si leemos el recuento escalofriante de los cuarenta y nueve minutos que duró la matanza, nos impacta otro elemento: Harris y Klebold, por momentos, seleccionaban a algunos de los estudiantes refugiados bajo las mesas de la biblioteca, les apuntaban, les pedían si querían morir; luego a algunos los dejaban ir (dejaron ir también a uno de los atletas que les hacían bullying) y a otros les disparaban. Una inyección de omnipotencia, antes del suicidio que ya tenían planeado.

Si Hannity se tomara la molestia de volver a ver el documental, se daría cuenta de que Michael Moore no le echa toda la culpa de la masacre a la NRA y a su presidente, Charlton Heston; sí la culpa de ser parte integral, y muy interesada, en las campañas de paranoia que obligan a cualquier norteamericano “responsable” a comprar armas “para defender a su familia”; donde “obliga” nos es sólo un imperativo moral; a veces es una obligación legal: una pequeña localidad en Utah requiere que todos sus residentes tengan en su casa armas de fuego; lo mencionaba el documental de Michael Moore, y lo acabo de corroborar en la red: el pueblito se llama Virgin (ni modo, así se llama) y tiene alrededor de 350 habitantes, todos orgullosos y entusiastas propietarios de armas de fuego.

Ahora la matanza de Las Vegas ha vuelto a abrir la caja de Pandora y sacar a la luz preguntas incómodas. Si esta columna prospera, podríamos seguirlas la próxima semana, a partir, por ejemplo, de JFK de Oliver Stone.

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