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De barcos, ahogados y tanques: la unión europea frente a otra crisis migratoria

Con el verano, se perfila una nueva crisis migratoria desde África, el Oriente Próximo y el Este europeo hacia Europa occidental. Una vez más, los países de la Unión Europea deben enfrentar el problema a partir de una falta de bases comunes claras, con el resurgimiento de movimientos xenófobos y con (por lo menos) dos elecciones generales en puertas.

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No es difícil relacionar la crisis migratoria sufrida por la Unión Europea en 2015-16, con el auge de populismo, xenofobia y racismo que ha recorrido el continente en la segunda mitad del año pasado y los primeros meses de éste. Controlado, al parecer, en sus manifestaciones más extremas, el populismo xenófobo no está derrotado: navega, por el momento, con banderas neutrales o amigables que sólo engañan a quienes están dispuestos a dejarse engañar.

Eso de “navegar” y “bandera” no es sólo una metáfora: el barco C-Star (Defend Europe), comprado y armado por la ultraderecha europea bajo el pomposo nombre Generación Identidaria con el fin de patrullar el Mediterráneo en busca de buques que transporten inmigrantes ilegales, salió ayer de Chipre y, a la fecha en que escribo estas líneas, ya debería estar arribando a Catania (Sicilia); su misión: obstaculizar, detener, impedir las operaciones de rescate de ilegales a punto de morir ahogados entre Libia e Italia: dicho sin medias tintas, asesinarlos: una versión mediterránea de los “vigilantes” de Arizona en caza de indocumentados latinoamericanos.

Cifras: siete mil quinientas personas han muerto ahogadas en el Mediterráneo entre 2016 y lo que va de 2017. Es el precio inicial del “sueño europeo”, que no sólo viaja por mar. Rutas: la primera, de poniente a oriente, pasa por el Estrecho de Gibraltar, para los ilegales que llegan de Marruecos y del África subsahariana occidental; son relativamente pocos (centenares) aunque las autoridades españolas ya han mencionado que se han incrementado del 168% en este año. La segunda, desde Libia a Sicilia: se habla de más de cien mil en este 2017; al parecer Libia es el cuello de un embudo en el que precipitan transmigrantes de toda el área subsahariana y del Cuerno de África (Niger, Mali, Eritrea, Somalia); en la propia Libia, al parecer, reciben su primer “bautizo” en términos de torturas, violaciones sexuales, humillaciones por parte de cárteles de la trata de seres humanos, antes de ser enviados a la aventura mediterránea (ayer las autoridades italianas arrestaron a unos de esos “operadores”: mejor tarde que nunca).

Y luego vienen las rutas por tierra: del este europeo (Rusia, Ucrania y otras repúblicas ex soviéticas como Moldavia), a través de Serbia (que no es parte de la Unión Europea), a Croacia, de aquí a Eslovenia y Austria (que sí lo son); este año se ha sumado (o incrementado) el tráfico desde Siria e Iraq, a través de Turquía. Quisiera hacer hincapié en algunos de esos nombres: Libia, Somalia, Eritrea, Moldavia, Siria: entidades geográficas reducidas al rango de no-países por haber sido (y seguir siendo) usadas como peones en guerras económico-estratégicas e ideológico-religiosas entre las grandes potencias: guerras a las que la Unión Europea no ha sido ajena.

Los políticos europeos ya ven venir una nueva crisis migratoria: ha creado alguna tensión diplomática (por ejemplo, entre la Francia de Macron y la Italia de Gentiloni, o entre Italia y la Austria de Kerr): pero el problema es más radical: la inmigración va a quedar como asignatura pendiente y Europa no tiene, hasta ahora, una identidad común con la cual enfrentarse a la crisis: esperar que, precisamente en la crisis, se pueda definir el problema de una identidad europea, es un arma de doble filo: a veces funciona y a veces no: depende, entre otras cosas, de quién gane y quién pierda.

Parece que se está gestando un nuevo eje Francia-Italia-Alemania, pero las señales son todavía débiles y contradictorias: el Fondo Monetario Internacional acaba de echarle flores a los tres países (agregándole a España de pilón) por su “inesperado éxito económico”;  menos esperanzador es que los tres países estén haciendo lo mismo que el C-Star: impulsando una política de contención de la inmigración en los países que son el cuello del embudo: el ojo está sobre Libia, pero también están en la mira Turquía (usando su añeja solicitud pendiente de ingreso a la Unión Europea) y Ucrania; en cuanto a Austria, ya ha amenazado con enviar tanques a la frontera con Italia para detener a los indocumentados que quieran colarse por el paso del Brenner hacia Mitteleuropa.

Claro, el C-Star es la versión neonazi del problema; la política “decente”, centrista, es de pasar a otros la papa caliente de decidir quién sí, y quién no, tiene el derecho de pedir asilo en la Unión Europea: por mientras, que la decisión le quede a Libia (y a Marruecos, y a Croacia). Lo alucinatorio de estas “soluciones” es que, en general, tienden a excluir al “migrante económico” prefiriéndole otras etiquetas políticamente “más correcta” (y, agregaría yo, más fáciles de acotar): perseguido político o religioso, desplazado por guerra civil o interétnica.

Sin embargo, los términos del problema son, siempre han sido, económico-sociales. La disyuntiva real parecía muy clara a comienzo del milenio: los países desarrollados tienen un sistema de seguridad social (especialmente pensiones) popular pero costoso; por razones meramente demográficas, la población activa disminuye porcentualmente y no podrá sustentar los costos de seguro social: ergo, necesitamos el ingreso de fuerza de trabajo joven y barata, que pague las pensiones y las hospitalizaciones de los trabajadores nacionales inactivos. ¿Dónde los encontramos? Pues entre los migrantes que se agolpan en las fronteras. Y que cada país, es más, cada sector empresarial, organice sus políticas de empleo. Todo parecía claro en aquel 2003: sólo que, quince años después, hay unos porcentajes altísimos (entre diez y veinte por ciento) de jóvenes nacionales que no encuentran trabajo.  ¿Qué se va a hacer? ¿Decirles a los inmigrados, legalizados o no, y a los parientes, amigos, corresponsales en el país de origen, que fíjense que siempre no y a Chuchita la bolsearon?

Por triste que suene, la alternativa política de Europa (y de Estados Unidos, por cierto) no es qué decirles, sino cómo decírselo: blando o duro, con las consecuencias políticas de cada opción, skinny o fat como se ha manejado en el vecino país del norte la reforma de la asistencia social. Europa occidental hace hincapié en su tradición humanística y propone “códigos de conducta” para lidiar con los inmigrantes ilegales antes de que se conviertan en inmigrantes (y, por lo tanto, antes de que sean técnicamente ilegales): Italia, mi patria sí bella e perduta, está momentáneamente a la cabeza de esta oleada, que sería aceptable y hasta loable si no fuera hipócrita: olvidando que Italia fue, durante muchos años, el único país en que ser indocumentado equivalía legalmente a ser un criminal (ahora ya no somos solos: Trump nos muerde los talones).

Mientras tanto, la marea de la inmigración vuelve a crecer y arrastra consigo a las playas de Europa la basura del populismo xenófobo y racista. No es sólo el C-Star Defend Europe:  a ése ya lo detuvieron una vez en Suez, luego en Chipre, y ahora el alcalde de Catania ya ha declarado que no los va a dejar echar anclas en Sicilia; por mí, que se quede como el Buque Fantasma, errando para siempre entre puertos, con su cargo de esqueletos y fantasmas neonazis. Pero el C-Star es la punta del iceberg: en septiembre hay elecciones federales en Alemania y en octubre en Austria (donde el año pasado la ultraderecha estuvo a un pelín de ganar). Nos vemos en otoño; mientras tanto vamos a seguir divirtiéndonos con los cambios de gabinete de Uncle Donald. Nada más, no nos dejemos arrastrar en la ilusión de defender a Steve Bannon contra Anthony Scaramucci: Bannon, desde siempre, es un enemigo, que quisiera ver la Unión Europea despedazada y hundida, más de lo que ya esté.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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