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El pan maldito

Una nueva miniserie plantea unas escalofriantes “operaciones encubiertas” de la CIA a comienzos de la Guerra Fría; pero la realidad puede ser aún peor.

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Por Fulvio Vaglio

Netflix acaba de estrenar (este pasado 15 de diciembre) la miniserie-docudrama Wormwood.

Aunque el nombre puede identificar varias plantas medicinales de la familia Artemisia (todas con distintos grados de amargura, esparcidas en los cinco continentes y conocidas desde la antigüedad), los autores del guion parecen haber tenido como referencia principal la metáfora apocalíptica, en la que “wormwood” (en la versión inglesa, “apsinthos” en la griega) es la estrella (casi seguramente un cometa) anunciada por la tercera trompeta, que cae sobre la tierra a envenenar ríos y fuentes. Maldad, amargura y contaminación, entonces.

La miniserie reconstruye el esfuerzo de un psicólogo, Eric Olson, para esclarecer las circunstancias de la muerte de su padre Frank, un bioquímico militar y agente de la CIA, quien en 1953 cayó del onceavo piso de un hotel de Nueva York. Su muerte es considerada al comienzo como “accidental”, luego como “suicidio”, luego como “un terrible error”; para echar a perder lo menos posible de la sorpresa para los lectores que quieran verla, sólo diré que desde el comienzo la muerte de Frank se vincula con los experimentos llevados a cabo por la CIA     sobre los efectos de una droga sintética entonces desconocida, el LSD.

Eran los años álgidos de la guerra fría, que estaba teniendo su episodio caliente en Corea y sus repercusiones internas en el macartismo, la fobia anticomunista y la ejecución de los Rosenberg (todas estas referencias están en la miniserie, así como el inicio de las carreras política de personajes tristemente famosos como Donald Rumsfeld y Dick Cheney). En particular, se buscaba cualquier aplicación científica susceptible de quebrar la resistencia de espías e infiltrados enemigos capturados; el LSD parecía prometedor, pero había que experimentar con sujetos ignaros de las posibles consecuencias.

Además, había que buscar un antídoto para volver inmune a la población “sana e incontaminada”, identificada en su mayoría con los habitantes de áreas rurales alejadas de las grandes ciudades: Rousseau adaptado a la cacería de brujas. Al año siguiente (1954) Jack Finney publicaría como folletín, en la revista Collier’s, su novela The Body Snatchers, adaptada casi inmediatamente (1956) por Don Siegel para la pantalla cinematográfica como La Invasión de los Usurpadores de cuerpos; éxito de imprenta y de taquilla, con todas sus variantes sucesivas: la de 1978 por Philip Kaufman, con el mismo título y con el inolvidable, ronco grito final de Donald Sutherland; la de 1993 de Abel Ferrara con un título simplificado (Usurpadores de cuerpos) y con Gabrielle Anwar un año después del tango con Al Pacino; hasta llegar a La invasión de Oliver Hirschbiegel en 2007, con Nicole Kidman y el flamante sexto 007, Daniel Craig.

Mucha de la ciencia ficción norteamericana de los años cincuenta trataba de invasores despiadados que llegaban del espacio para aniquilar vida y civilización humana; pero Body Snatchers iba más allá; los invasores se posesionaban de los cuerpos mientras sus dueños dormían y eran virtualmente indistinguibles de los humanos que los habían habitado previamente, excepto que no tenían sentimientos ni emociones individuales; si Joe McCarthy hubiera traducido a novela sus pesadillas anticomunistas, habría escrito precisamente Usurpadores de cuerpos. Y todo se valía con tal de detenerlos ante de que fuera demasiado tarde: lo dicen los personajes de Wormwood en el último de los seis episodios.

¿Experimentación chapucera de aprendices de brujo necesitados de resultados milagrosos? Pues sí, pero así era la ciencia social aplicada de aquellos años: cuatro años después del “suicidio” de Frank Olson, el gobierno norteamericano tomó muy en serio las afirmaciones de James Vicary y Vance Packard sobre la efectividad de los mensajes subliminales (hasta que el propio Vicary, un lustro después, confesó haber manipulado los datos para apuntalar su tambaleante compañía de publicidad): la respuesta del gobierno fue, como siempre, la duplicidad hipócrita: oficialmente se prohibió la publicidad subliminal, pero en secreto la CIA siguió experimentando con ella.

Con ella, como antes con el LSD. En 2012, el escritor francés Christophe Claro publicó una novela titulada Todos los diamantes del cielo. En el título es obvia la referencia al LSD, vía la canción de los Beatles. El punto de partida de la novela se sitúa en la intoxicación colectiva que, en agosto de 1951, afectó la población de Pont-Saint-Esprit, un pueblito del sur de Francia. Más de 300 de los 4500 habitantes sufrieron de síntomas variados que iban de escalofríos, dolores estomacales, vómito, bochornos, hasta alucinaciones; varios pacientes hospitalizados se tiraron por las ventanas; pasada la epidemia, siete pacientes habían muerto y más de treinta quedaron varios meses internados en hospitales psiquiátricos.

En ese momento, los médicos sospecharon una intoxicación colectiva por pan producido con centeno contaminado; las autoridades, entre que buscaban culpables en los panificadores y molineros locales, y que intentaban achacar la responsabilidad a algún mercader foráneo de harina y semillas. Con el tiempo, el caso empezó a conocerse como l’affaire du pain maudit, el caso del pan maldito.

Pareció una hipótesis convincente: al fin y al cabo, hay una tradición milenaria, parte superstición y parte medicina popular, sobre la enfermedad llamada Fuego de San Antonio, que presenta los mismos síntomas y se sabe provocada por un hongo parásito del centeno, la claviceps purpurea; lo interesante es que ésta contiene alcaloides derivados, a su vez, del ácido lisérgico: donde la edad media se reencuentra con John Lennon.

Y con la CIA. Hay literatura que menciona a la agencia como responsable por la diseminación de polvo de LSD sobre la población de Pont-Saint-Esprit, y a Frank Olson como encargado de supervisar los experimentos. ¿Guerra biológica ensayada sobre la población ignara de un pequeño pueblito del sur de Francia, antes de probarla a escala mayor en, pongamos, Corea? No hay pruebas terminantes de esta hipótesis que reaparece por temporadas en las investigaciones periodísticas y el imaginario colectivo, y es criticada inmediatamente por otros estudios. INSERTAR

La miniserie no cita directamente el asunto del “pan maldito”, aunque sí habla del involucramiento de Frank Olson en la “guerra biológica”; al final plantea una pregunta parecida y termina con un “creo que así fue, pero no lo puedo probar sin poner en peligro mi fuente”.

Desconozco si Netflix contemple más temporadas de Wormwood, ni si el “pan maldito” podría ser tema de una temporada sucesiva. Por lo pronto les invito a ver ésta: creo que no se decepcionarán, pues la realización formal es tan original como el tema, y el manejo de los tiempos (vaivén entre 1953, 1975 y época actual) atrapa y mantiene despierta la atención a lo largo de los seis episodios.

 Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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