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Estadistas y estadísticas: Trump, Macron y Corea

Los acontecimientos de la semana pasada vuelven a proponer la pregunta de si Trump demuestra, o no, dotes de estadistas. La repuesta, por lo menos en este caso, es positiva. En el mismo tiempo, otros acontecimientos de la misma semana sugieren una revisión, datos históricos y económicos a la mano, de juicios y prejuicios que, con demasiada frecuencia, se dan por sentados.

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De los millones de imágenes (memes incluidos) representativas de la “era Trump”, dos se han instalado firmemente en mi memoria y prometen quedarse allí un buen rato. La primera es del tercer debate presidencial, ese ya lejano 19 de octubre de 2016, y muestra a Trump acechando (“estoqueando”: neologismo feo pero de moda) a Hillary, detrás y más grande que ella por efecto de cámara, mientras ella se desplaza por el foro; sí lo recuerdan, ¿verdad? La segunda imagen es de la semana que acaba de pasar y muestra la conferencia de prensa que dieron Trump y Macron en París el 13 de julio. La primera imagen era una prueba contundente de persistencia obstinada: “no te me vas a escapar”, parecía decirle el gigantón rubio a la dulce senadora: y, en efecto, no se le escapó. La segunda imagen es la coreografía perfecta del “America First”: Trump domina la escena de cabo a rabo, decide quién habla, contesta él las preguntas aun cuando están dirigidas a su homólogo francés, le quita la palabra con una sonrisa, evitando que se toquen más asuntos que los que están en su agenda, y que la conferencia de prensa se convierta en debate (que era lo que nos esperábamos, ingenuamente quizás).

Si no fuera yo tan modesto, me daría gana de decir: qué aburrido es tener siempre la razón. Hace unas semanas, comentando los resultados de las elecciones presidenciales en Francia, sugerí que Marine Le Pen había sido la Hillary Clinton, y Emmanuel Macron el Donald Trump del país galo: en ambos casos, populismo y nueva imagen de pujanza contra establishment y vieja clase política estancada. Parece que ahora Trump decidió capitalizar esa semejanza transgeneracional y, en el mismo tiempo, jalar de la oreja al jovencito que amenaza con salirse del huacal: a todas luces, en la celebración del 14 de julio, la gran ausente ha sido Angela Merker y la presencia de Trump en París, con todo y despliegue de alfombra estadounidense al lado de la francesa, es una bofetada con guante blanco (y rojo y azul) a la lideresa europea que se atreve a cuestionar la primacía norteamericana. Tras el desfile patriótico en la Avenida de Campos Elíseos, se percibía la sombra de Trump “estoqueando” a Angela Merker.

Una movida, la de Donald Trump, de gran estadista; no tiene por qué gustarnos, puede hasta preocuparnos, y posiblemente no dure: mucho dependerá de las elecciones en Alemania, en septiembre (y de qué tanto el presidente norteamericano sepa controlar sus modales cuando saluda, besa o toma de la mano a otras primeras damas que la suya): pero no le quitemos a Trump el reconocimiento que, por lo menos en esta ocasión, ha merecido.

Hasta su viaje repentino a París, la semana había sido dominada por el encuentro de Trump con Putin en el G-20. Aquí las dotes de estadista de Trump habían lucido bastante menos: quiso forzar la agenda para tocar la injerencia rusa en las elecciones del pasado noviembre y le fue como en feria; me parece que Trump estaba entre la espada y la pared: la opinión pública norteamericana, excitada por meses de tensión artificialmente construida, se lo pedía a gritos, mientras que sus asesores diplomáticos se lo desaconsejaban. No es justificación: sobre este punto la Casa Blanca, los republicanos y los demócratas tienen (han tenido, desde – digamos – 1945) la misma actitud: la interferencia con elecciones en otros países está bien mientras la hagamos nosotros (mucho más burdamente que el servicio secreto ruso), pero que alguien trate de hacer lo mismo aquí en Washington, es inaceptable; este doble estándar no podía no hacer cortocircuito, tarde o temprano, y lo está haciendo en este momento, gracias a hijos y yernos incómodos y a sexy abogadas sacadas de alguna novela de Ian Fleming.

El mismo doble estándar había aplicado (y está aplicando) al otro punto álgido que había dominado las expectativas para el G-20: Corea, Siria, Ucrania; en una palabra, la guerra y la paz. Parece que también en este caso la reconstrucción ficticia de la memoria histórica está triunfando. Tomo como ejemplo Corea, porque no hay tiempo (ni es éste el espacio apropiado) para una revisión general de la geopolítica vista desde la Casa Blanca. Parece que preguntarse cómo y cuándo surgieron las dos Coreas y por iniciativas de quiénes, es tan poco elegante como preguntarse sobre la vida sexual de la abuela; pero es una pregunta legítima porque, bien o mal, de allí venimos. Corea del Norte agredió a su hermana del Sur ese 25 de junio de 1950, se suele decir; pero en ese momento no existían una “Corea del Norte” y una “Corea del Sur” consolidadas, sino una Corea dividida artificialmente, y desde hacía muy poco, en dos zonas de ocupación, que se daba, cada una, una apariencia de organización política. Corea del Norte era totalitaria y Corea del Sur un ejemplo de democracia, se dice: olvidando el terror desatado por el títere de Estados Unidos, Syngman Rhee (educado desde la infancia en escuelas metodistas norteamericanas y que había vivido en Estados Unidos desde 1904), que el Departamento de Estado había desempacado en Seúl con la precisa instrucción de quebrar sindicatos, resistencia campesina, protesta estudiantil y cualquier resto de los movimientos nacionalistas que habían liberado a Corea (una, nos dos) de cincuenta años de ocupación japonesa: resultado: la friolera de miles (decenas de miles, según otras fuentes) de muertos, encarcelados y torturados en las prisiones del régimen “democrático” de Seúl. Todo esto está documentado en respetables libros (norteamericanos, y utilizados en universidades norteamericanas) de historia, que por el momento no han sido borrados de la accesibilidad pública. Olvidando también que, el 30 de mayo de 1950, Rhee, con todo y su aparato represivo, había perdido las elecciones políticas, con la oposición ocupando 120 de los 168 escaños, y se había mantenido en el poder gracias a un coup orquestado ya saben por quién; y que, ese mismo mes, había declarado la inminencia de una “guerra de liberación” contra Corea del Norte: estamos hablando de menos de un mes antes de que la tropas norcoreanas “agredieran” a sus pacíficos hermanos del sur (es la versión que Truman impuso a las Naciones Unidas dos días después, el 27 de junio de 1950).

Hay aristas de esos acontecimientos que, probablemente, nunca se conocerán; pero una cosa queda clara: la guerra de Corea fue un “regalo de dios” para la economía norteamericana.

Un antecedente, y muchas consecuencias: aunque es universalmente reconocido que la Gran Depresión, iniciada en 1929, sólo fue resuelta por la Segunda Guerra Mundial, hay un dato que pocos recuerdan y, hoy día, nadie cita: en el verano de 1940 Lord Keynes, el teórico de la nueva economía política, dio una serie de conferencias en la Columbia University. Cuando se le preguntó si el Presidente Roosevelt estaba haciendo lo correcto con su política de fuertes inversiones estatales para reactivar la economía, Keynes contestó que sí, pero no en la escala suficiente: “lo que Estados Unidos necesita – dijo – es una guerra”. El episodio está documentado en el libro de Richard Hofstadter La tradición política norteamericana, para quienes lo quieran verificar. Si los analistas recordaran ese episodio, probablemente concluirían que por un año y cuatro meses la administración Roosevelt asimiló la idea de entrar en guerra y esperó pacientemente la ocasión para hacerlo: provocándola inclusive, si es cierto que los altos mandos desestimaron los mensajes sobre un posible ataque japonés, en las horas precedentes al Tora tora tora del 7 diciembre de 1941.

Si uno lee las historias económicas generales de Estados Unidos, tiene la impresión que la segunda posguerra fue una era de ininterrumpida expansión económica; sin embargo, al consultar investigaciones más específicas y especializadas, las cosas adquieren otro sentido menos optimista: en 1949-50 la bonanza de la guerra y la primera posguerra se estaba acabando: los indicadores económicos de Wall Street empeoraban y varios analistas preveían un regreso de la depresión. Se necesitaba un nuevo pretexto para expandir el gasto militar; pero esta vez no se podía esperar año y medio; desde Seúl, el perro faldero de la administración Truman empezó a ladrar sus mensajes agresivos, esperando que el otro perro del norte, más grande y fuerte pero menos astuto, respondiera a la provocación.

No es éste el lugar para proponer una revisión general de la relación entre crisis económica y guerra. Eisenhower, como sabemos, lo hizo en su mensaje de despedida el 17 de enero de 1961 y, últimamente, Steve Hilton der FOX News, en su programa dominguero La Nueva Revolución, ha retomado el tema del “complejo industrial-militar” y del peligro que representa para la democracia norteamericana. Tampoco quiero decir que la relación entre amenaza de crisis económica, aumento del gasto militar y guerra sea la clave exclusiva para dar cuenta de todas las intervenciones militare de Estados Unidos en los últimos setenta años: la “autonomía del político” existe. Sin embargo, esa relación es suficiente para obligarnos a ver con detenimientos ciertos pasos determinante de la política norteamericana: en 1965, la escalada militar en Vietnam le pareció a Lyndon Johnson un instrumento idóneo para apoyar su promesa de una “Gran Sociedad” racialmente integrada y económicamente próspera (aunque luego se le salió de las manos); veinte años después, en 1983, los Reaganomics no habían mermado sustancialmente el desempleo: la respuesta de la administración fue una actitud más beligerante en contra de la Unión Soviética: triplicó el gasto militar utilizando como pretextos, uno tras otros, Afganistán, Libia, Líbano, Granada, Irán y Nicaragua. De George Bush junior ni hablar: todos hemos atestiguado, a través del documental de Michael Moore, su expresión facial al recibir la noticia del 11 de septiembre: ¡chis!, no me lo esperaba tan duro… (las fotos de FD Roosevelt, el 7 de diciembre de 1941, no son tan reveladoras, pero ¿qué quieren? no había televisión entonces, y además era domingo); y vaya si, luego, Estados Unidos capitalizó el ataque de Bin Laden, en todos los escenarios posible y convenientes (olvidando quién lo había creado en primer lugar, un poco como con Corea).

Trump ha ganado la elección prometiendo resolver la crisis económica y disminuir el desempleo. Que nos guste o no, ahora está intentando hacerlo como Dios (o sus asesores, o su personal reinterpretación de la Civilización Occidental) le den a entender. Con la consabida mezcla de realpolitik y melodrama: ¿a quién se le ocurre celebrar como un héroe de la libertad a un personaje que va a Corea del Norte a arrancar, o sustraer, un manifiesto de propaganda gubernamental? ¿Ingenuidad rayana en la arrogancia, como un spring breaker cualquiera? ¿O lo mandaron precisamente a hacer eso? Barry Levinson, el director de Escándalo en la Casa Blanca, lo hubiera hecho mejor, pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, diría el Cochiloco.

¿Que Trump está promoviéndose como líder mundial usando los recursos gastados y moralmente asquerosos de la vieja clase política, de la cual se deslindó con éxito en su campaña? Es cierto, pero dejémoslo como un homenaje al nuevo idilio entre Estados Unidos y Francia, en clima de fiestas nacionales: el pasado cuenta, y pesa, y te atrapa, y no es fácil liberarse de él: también Napoleón empezó como artillero revolucionario y se convirtió en emperador.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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