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CDMX

Estatuas, melodrama y censura

La polémica de los últimos meses sobre las estatuas de Robert H. Lee hace revivir, no sólo el juicio sobre la Guerra Civil en Estados Unidos, sino el conflicto entre historia y melodrama. Punto de partida: Lo que el viento se llevó.

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Por Fulvio Vaglio

Me sorprende que los liberales indignados, los que quieren derrumbar las estatuas de Robert H. Lee, no hayan propuesto quemar todos los rollos de Lo que el viento se llevó y, de paso, retirar de las bibliotecas públicas el libro de Margaret Mitchell con el mismo título. Podrían presentarlo como un acto de justicia tardía: al fin y al cabo, El guardián entre el centeno de Salinger sí fue quitado de los estantes por los indignados conservadores de los años cincuenta.

Los iconoclastas de hoy se justifican diciendo que las estatuas de Robert H. Lee no fueron erigidas en la atmósfera convulsionada que siguió la Guerra Civil, sino mucho más tarde, a lo largo de un periodo que va desde 1884 (la de New Orleans) a 1924 (la de Charlottesville), y que por lo tanto representan la permanencia del racismo en el Sur, más que la frustración de los confederados derrotados. Es cierto: así como es cierto que el libro de Margaret Mitchell es de 1936, y la película de Victor Fleming, de 1939.

Para mí, es una gran película; más bien, son dos películas, una grande y una más o menos, separadas por un largo intermedio musical. Me gusta pensarla así, aunque no fue la intención del director: primero un gran melodrama épico, luego una secuela sentimental; tema de la primera: el hundimiento del Sur esclavista, hipócrita y fanfarrón, entrelazado con el descenso al infierno de la protagonista; motivos de la segunda: el resurgimiento de Scarlett O’Hara y de su hacienda Tara, su malogrado tercer matrimonio, la pérdida de sus hijos, la soledad final; metáforas de la primera parte: los convivios de sociedad  y  el incendio de Atlanta; metáfora de la segunda: la niebla que engulle a Rhett Butler que se aleja.

Para mi gusto, la película podría haberse acabado al final de la primera parte, con Scarlett sucia de lodo, vomitando un rábano que se comió crudo y sin lavar, y espetándole a Dios que nunca jamás va a sufrir el hambre, ni ella ni su familia; pero el equilibrio moral de la historia necesitaba una secuela. Elementos de unión entre las dos partes (isotopías, las llamaban los semiólogos franceses): los valores de producción siempre grandiosos, y las actuaciones: extraordinaria la de Vivien Leigh, sólo una rayita abajo las de Clark Gable y de Olivia de Havilland, muy buenas todas las otras, incluyendo los personajes de apoyo.

Podríamos discutir hasta el año que viene (que ya no falta mucho) si Lo que el viento se llevó es, o no, un melodrama en plena regla. El primer legislador formal del melodrama (René-Charles Guilbert de Pixerécourt, 1773-1844) diría que no; pero tenía el hábito de descalificar a todos los que no seguían su receta al pie de la letra. Falta el final feliz, diría Pixerécourt; el final feliz no es necesario, contestaría su irreverente discípulo Victor Henri-Joseph Brahain Ducange (1783-1833): basta con que al final se sepa quién tiene la llave de nuestro corazón; los románticos, mientras rehuyeron el término melodrama como si fuera un invento del mismísimo Satanás, atesoraron el consejo de Ducange y nos ofrecieron generaciones sobre generaciones de heroínas y héroes desdichados, pero protagonistas arranca-suspiros al fin y al cabo.

De aquí, si quisiéramos seguir este rastro, llegaríamos fácilmente a nuestro melodrama cinematográfico, por ejemplo a Las abandonadas del Indio Fernández, de 1945: donde Margarita Pérez (Dolores Del Río) no tiene recompensa final para su sacrificio de madre; podemos cuestionar si es más villano Pedro Armendáriz como falso general o Víctor Junco como hijo ingrato, pero nuestro corazón se rompe continuamente por Dolores: fórmula que buena parte del cine mundial para el público masivo usaría con éxito por siete décadas (más las que faltan).

Pero sería demasiada carne para nuestro asadero familiar de hoy; regresemos, mejor, al cine americano de 1939. Lo que el viento se llevó, como sabemos, fue nominada para trece Óscares y se llevó nueve si no me falla la cuenta. Y no la tenía fácil, ya que competía nada menos que con La diligencia, Cumbre borrascosas, Goodbye Mr. Chips y El mago de Oz.

Que yo sepa, nadie en el olimpo hollywoodense protestó por la apología descarada del esclavismo y por la defensa de la “última generación de caballeros galantes” que aparecen una y otra vez en los súpers de la primera parte de la película; todos entendieron que en el universo del entretenimiento las reglas del melodrama se imponían sobre las de la historia; si había algún remilgoso demasiado radical (era el 1939, penúltimo año del segundo mandato presidencial de Franklin D. Roosevelt), se tuvo que consolar con que el premio a la mejor actriz de reparto se otorgó, por primera vez, a una actriz negra: Hattie McDaniel en el papel de Mammy, la ama de llaves de Tara.

¿Quién tiene razón, los críticos que quieren derrumbar las estatuas de Robert H. Lee, o los que no dijeron ni pío frente a la avalancha de premios para Gone with the wind? Es difícil decirlo: una vieja estatua ecuestre queda fija en un lugar público y simbólico, mientras que una vieja película viaja por el circuito en que se exhibe, hasta morirse de cansancio. ¿Por qué Columbia decidió publicar en DVD la película, reviviendo así su circulación? Pues porque es una gran película, así de simple: y todavía se vende, setenta años después de su estreno.

La estatua de Lee en Charlottesville, ¿es una gran estatua? Lo dudo. El andar del caballo es un medio trote de parada (pata delantera izquierda y trasera derecha adelantadas, las otras dos hacia atrás); cola y cabeza a medio levantar representan obediencia a un jinete que las domina y las frena.  ¿Y el jinete mismo? Convenientemente adusto, bien erguido para la foto. Sé que tú quisieras seguir adelante, mi fiel, pero es mi deber detenerte: el último diálogo, nunca escrito, entre Don Quijote y Rocinante.

¿Incongruencias? Depende de cómo lo observamos. Recordemos que, desde hace medio siglo, los analistas de iconología han señalado que los autores del grupo del Laocoonte equivocaron todas, lo que se dice todas, las proporciones y movimientos reales de unos hombres sofocados por unas gigantescas serpientes. Juzgaron al Laocoonte como si, detrás de él, hubieran estado los dibujos anatómicos de Leonardo o los bocetos de Miguel Ángel (alguien hasta había llegado a suponer que la escultura fuera una broma pesada del propio Miguel Ángel, confundiéndola tal vez con la Síndone de Leonardo). Lo que no quita que el Lacoonte funcionó muy bien para el público griego y romano, y siguió encandilando los teóricos neoclásicos del arte, de Winklemann a Goethe, que querían sentir el escalofrío de hombres rehuyendo en balde el abrazo de la muerte. Material melodramático puro.

También la estatua de Lee en Charlottesville es una representación estereotipada, para un público dispuesto a dejarse afectar por su lado simbólico, sin demasiado espíritu crítico acerca de su realismo.

¿Es por esto (por no reconocer la frontera entre realidad y simbolismo) que protestan los jóvenes norteamericanos que se dicen “incomodados” por la estatua de Lee? ¿Es por esto (por no reconocer la diferencia entre su propio melodrama privado y la realidad histórica) que se dicen “incomodados” los jóvenes neonazis alemanes frente al mausoleo-recordatorio del Holocausto?

Claro que un símbolo se presta a manipulaciones: es la esencia del símbolo, así como la del signo, decía Umberto Eco, es de poder mentir. ¿Qué hacemos? ¿prohibimos los símbolos en general? ¿Prohibimos sólo los que nos parecen (estética o moralmente) malos, y toleramos los otros?  ¿Y quién sanciona nuestros juicios estéticos o morales? Es más, ¿quién nos salva del ridículo? Hace unos meses, después del atentado racista que mató a una manifestante en Charlottesville, ESPN quitó del aire a un cronista deportivo que tenía la culpa de llamarse Robert Lee; créanlo, aunque parezca increíble.

Puedo entender que uno tenga el afán de ser políticamente correcto, aunque no lo comparto; pero es mucho peor el miedo a ser políticamente incorrectos, que es la puerta grande para entrar al museo de cera de la autocensura y el conformismo. También por eso me gusta Lo que el viento se llevó: ni Rhett Butler, ni Scarlett O’Hara hacen el menor esfuerzo para parecer “políticamente correctos”.

Así que, para mí, puedes seguir pavoneándote arriba de tu caballo, mi general; y si alguien me pregunta si no tengo miedo de estar solapando el racismo, seguro que contestaré Frankly, my dear, I don’t give a damn.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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