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Investigación

¿Hacia dónde? El huevo de la serpiente

Un capítulo más de esta historia en la que no se sabe si el arte imita la realidad o la predice. Esta vez le toca a Ingmar Bergman, a Hans Vergerus y Alexander Gauland.

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Por Fulvio Vaglio

Películas sobre el nazismo en el poder hay varias, de distintos tipos, géneros y nacionalidades. Películas sobre aspectos poco conocidos de la resistencia al nazismo en Alemania hay menos, y son más extranjeras que alemanas: entre La lista de Schindler (de 1993) y Operación Valquiria (de 2008), hay que ubicar la menos popular (y menos premiada), pero bastante mejor, Rosenstrasse de Margarethe von Trotta (de 2003). La persistencia del melodrama entre los soldados y civiles alemanes en los años de la segunda guerra mundial ha sido explorada por Fassbinder en Lili Marleen (de 1981) y, más recientemente, por Hirschbiegel en La Caída (de 2004). El monstruo que se cobija debajo de las banderas nazis ha ocupado a Schlöndorff (El Ogro, de 1996). La responsabilidad individual frente al ascenso del nazismo ha sido objeto de Mephisto de István Szabó (de 1981), quien también ha perseguido historia arriba los orígenes de la ideología militarista y nacionalista con Coronel Redl de 1985, Hanussen de 1988 y El amanecer de un siglo de 1999.

Pero si buscamos películas que pretendan darnos una visión objetiva, quirúrgica (en el sentido del naturalismo de Émile Zola) e inquietante sobre el ascenso del nazismo, encontramos menos resultados: será necesario descartar de antemano Cabaret de Bob Fosse (1972), que aunque fue la primera de este género no pretende ser objetiva y es fundamentalmente una tragicomedia con trasfondo histórico; nos quedan El tambor de hojalata, en tono alegórico y onírico, de Volker Schlöndorff (de 1979) y la obra que he elegido para la columna de esta semana: El huevo de la serpiente de Ingmar Bergman, de 1977.

Razón de mi elección: el monólogo final del doktor Hans Vergerus, que justifica el título de la película, y el tratamiento cíclico de la imagen (entremezclada aún con los créditos iniciales y luego retomada igual, pero con un mensaje mucho más inquietante, al final): una procesión en cámara lenta de fantasmales proletarios derrotados, de varias generaciones.

Lo demás de la película no es tan impactante ni original: la ambientación general de la historia le debe mucho a Cabaret: dos ex cirqueros norteamericanos varados en Berlín en 1923, Manuela (Liv Ullman), prostituta en la mañana y cabaretera en la noche, y Abel (David Carradine), cuñado alcohólico de Manuela (el marido de ella, Max, se suicida al inicio de la película). También le debe algo a la polémica, entonces de moda, contra el uso deshumanizado de la ciencia (recordemos Naranja Mecánica, de 1971, y el menos conocido O Lucky Man! de 1973; pero Vergerus también puede recordarnos al científico loco de Dr. Strangelove, de 1963): y, obviamente, anticipa de manera escalofriante a Mengele y sus experimentos en los campos de concentración.

El monólogo de Vergerus, solo, le da sentido al filme; sobre todo hoy. Bergman trata su tema como si fuera un experimento científico: mientras la cinematografía políticamente comprometida de la Segunda Posguerra, por lo regular, había buscado ejemplos que confirmaran que “el vientre que parió al nazismo aún es fértil” (para usar las palabras de Brecht), Bergman fotografía ese mismo vientre diez años antes. Tras la membrana del huevo de la serpiente, dice Vergerus, se puede ver la serpiente perfectamente formada: basta saber ver, y querer ver, en los proletarios lumpen desesperanzados de 1923 la carne de cañón para el asalto a las instituciones, diez años después, cuando una generación igual de frustrada, pero más joven y más combativa, tomaría el relevo de la lucha.

¿Dónde estamos ahora en Europa? ¿A qué punto de formación está la serpiente en su huevo? En la película, el inspector Bauer, el necio e ininteligente burócrata que pretende esconderse tras la satisfacción de un trabajo bien cumplido mientras su universo se desmorona, le comenta con orgullo a Abel, al momento de liberarlo de la cárcel, que el putsch de Hitler del 9 de noviembre había fracasado y no había podido con los sólidos cimientos de la democracia. Será mi deformación profesional intertextual, pero me parece escuchar a los políticos holandeses y franceses felicitarse por la derrota electoral del “populismo equivocado”, la primavera pasada.

La pregunta inquietante es si, en la Europa de hoy, ya estamos a “diez años después” (serpientes-hijas recién nacidas y aplastadas sin demasiado esfuerzo) o si estamos viendo los estertores de una serpiente viva, protegida todavía por la membrana de su huevo. Suponiendo que esta segunda opción sea la correcta, le queda algo de tiempo a la socialdemocracia para demostrar más capacidad de reacción que su bisabuela de Weimar.

Eso es lo que yo sugería en el artículo del lunes pasado, hablando de la trayectoria de Steinmeier y de su encuentro con Macron; pero no sé si me estoy auto engañando. Cierto, la economía alemana es estable y la inflación está lejos del tipo de cambio de un billón de marcos por un dólar, como en el Berlín del otoño 1923; y tampoco es que hoy las calles de Berlín sean abarrotadas de mutilados de guerra en carretillas, de bon vivants vociferantes saliendo de los cabarets y de mujeres con estolas de pieles en forma de vagina, como en los cuadros de Otto Dix.

Hoy los problemas son otros y, sin embargo, tienen un parecido familiar con los de aquel 1923: igual de peligrosos y difícilmente controlables, como el desequilibrio social en aumento, el desempleo juvenil endémico, el déficit inmanente del seguro social y la presión migratoria desde África y el Oriente Medio.

En la película, Manuela muere víctima de los experimentos de Vergerus (y descubrimos que lo mismo le había pasado a Max); Vergerus se suicida, confiado en que el futuro no lo defraudará. El día después de las elecciones federales, Alexander Gauland de AfD ha avisado que “van a retomar el país”, sin decir cuándo (y desgraciadamente no parece considerar el suicidio como una forma de afianzar su visión profética). Siempre en la película, Abel huye de la policía que lo quiere escoltar a Suiza para que retome su carrera de cirquero como si nada hubiera pasado, y se hunde hasta desaparecer para siempre en la multitud. Las películas no dan recetas, sólo ejemplos, para que hagamos con ellos lo que podemos; personalmente me quedo con la procesión angustiante de los lumpen de Bergman avanzando sin rumbo fijo, sin esperanza en la mirada, pero avanzando.    

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