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INTERSECCIONES / Sálvese quien pueda

De Nueva York a Bruselas arrecia la polémica sobre nacionalismo y patriotismo, y sobre pasado y futuro de la civilización occidental.

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Fulvio Vaglio

Hoy, 26 de septiembre, se abre en Nueva York el segundo Foro Global de Negocios patrocinado por la Organización Bloomberg. Propósito de este encuentro anual, destinado a convertirse en un evento de otoño tan importante como lo es Davos a comienzos del año: establecer parámetros para la colaboración entre hombres de negocios y hacedores de política al máximo nivel internacional. En el programa hay retos viejos y nuevos: el cambio climático, la distribución desigual de la riqueza, el aumento poblacional ya estuvieron al orden del día el año pasado y forman parte desde siempre de la agenda de Bloomberg Philantropies; pero este año hay uno nuevo: el crecimiento del populismo.

Los políticos intentan, sin mucho éxito y con ideas bastante confusas, deslindar nacionalismo y patriotismo, en el intento de plantar una cuña ideológica en la marea populista.

Para los italianos de mi generación, nacidos y crecidos en el desencanto de la posguerra después de la infatuación nacionalista y patriotera del fascismo, ambos términos parecían palabras igualmente soeces: posiblemente más la segunda que la primera, ya que el nacionalismo, por lo menos, se podía relacionar con los movimientos independentistas y antimperialistas de entonces, de Indochina a África pasando, obviamente, por Cuba. Luego el último cuarto del siglo pasado se encargó de quitarnos también esa justificante.

Hoy, para algunos el nacionalismo es la semilla mala que corrompe la cosecha otrora positiva de los movimientos populares; es lo que ha dicho Jean-Paul Juncker el pasado 12 de septiembre, en su último discurso como Presidente de la Comisión Europea: ha defendido el patriotismo (que, según él, es un valor positivo) contra el “nacionalismo miope”, que es “una mentira evidente y un veneno pernicioso”. Juncker tiene sus seguidores: para Bono, el nacionalismo es el mal a vencer. Por eso la próxima gira de U-2, que empieza esta semana en Berlín, desplegará como telón de fondo la bandera de la Unión Europea: un “gesto radical en las circunstancias actuales”, lo define Bono; aunque alguien lo podría confundir con una referencia medio kitsch al festival europeo de la canción, ha agregado.

Otros sostienen el contrario: el nacionalismo, de por sí, es un valor positivo, pero ha caído presa del populismo que lo desvirtúa. Michael Bloomberg está entre estos últimos: considera necesario devolverle al nacionalismo la capacidad de crear un fervor ideal que le permita convivir con las realidades supranacionales; y cita el ejemplo de Europa, cuya unificación se realizó con instrumentos técnicos y burocráticos sofisticados, pero fue incapaz de crear una conciencia europeísta generalizada.

No se trata de la incursión ex abrupto en el mundo de la política de un multimillonario desencantado y con mañas de grandeza. Bloomberg fue alcalde de Nueva York de 2002 a 2013 (es decir que sucedió a Rudy Giuliani en el auge de su fama como reconstructor de Nueva York después del 11-S). Ha apoyado a Obama en sus dos presidencias; más recientemente ha dejado claro que su estilo de hacer política es serio y no bufonesco, honesto y no mañoso, y queda obvio a quién se refiere; se ha opuesto al recorte de impuestos, que está bien para las empresas porque así se generan ganancias y puestos de trabajo, pero no para los multimillonarios (no ha dicho “como Trump”, pero sí ha dicho “como yo”), que deberían pagar lo justo sin chistar.

Es un político prudente: le aconseja cuidado a los demócratas que quieren buscar a toda costa el impeachment de Trump, porque sólo reforzaría la base dura del actual presidente. Su alternativa: construir una alianza alternativa al populismo; el Foro que se inaugura hoy va en esa dirección; este otoño su organización está apoyando a los candidatos demócratas al Congreso y varias voces hablan de su posible candidatura presidencial para 2020.

En espera de los nuevos temblores, el reacomodo del subsuelo norteamericano no es sólo político y económico: el terreno de la academia también está temblando. Francis Fukuyama, lo sabemos, tiene una inclinación para las frases efectistas disfrazadas de profecías: había empezado en 1992 con “El Fin de la Historia: El Último Hombre”; en 2011 había publicado la primera parte de un compendio de historia general desde la prehistoria al siglo XVIII, cuyo título completo no cito porque no me alcanzaría el espacio en esta columna; en 2014 publicó la segunda parte, ésta sí con un título conciso y al punto: Orden y Decadencia Política.

Un toque de pesimismo a la moda, un guiño a Spengler y a su obra sobre la Decadencia de Occidente (también en dos partes, con cuatro de distancia la una de la otra, 1918-1922): el mensaje, en pocas palabras: no hay luz al final del túnel, el Hombre no ha aprendido, y probablemente no aprenderá en el tiempo que le queda, a controlar las instituciones que él mismo ha generado. Fukuyama quiere cerrar así el círculo de la historia contemporánea (que, finalmente, es la única que nos interesa de verdad): del “buen salvaje” de Rousseau a los salvajes obcecados y suicidas de hoy.

Queda al descubierto el hilo perverso que recorre la trama de este contexto: hombre, nación, patria; de abstracciones como éstas está hecho el lenguaje del populismo: le da la apariencia de una marea incontenible, que es su verdadera fuerza actual.

Lo nuestro es la #política en la #CDMX; si en verdad te late la grilla chilanga en las redes, visita nuestra página: https://elinfluyente.mx

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