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CDMX

La herencia de Núremberg (Primera parte)

Se sabe que hay silencios más reveladores que cualquier grito. El largo silencio de la cinematografía internacional, y sobre todo norteamericana, sobre el proceso de Núremberg, es uno.

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Por Fulvio Vaglio

No hubo un solo proceso de Núremberg sino trece: el primero y más taquillero duró de noviembre 1945 a octubre 1946; sus imputados fueron los veintitrés altos jerarcas nazis sobrevivientes (el vigésimo cuarto, Martin Bormann, fue juzgado y condenado en contumacia, pero ya estaba muerto desde el 2 de mayo aunque nadie lo sabía) y fue el único llevado a cabo por el Tribunal Militar Internacional en representación de las cuatro potencias vencedoras.

Los otros doce procesos tuvieron alcances más específicos, se llevaron a cabo entre diciembre 1946 (cuando inició el proceso a los médicos acusados de crímenes contra la humanidad) y abril 1949 (cuando finalizó el proceso en contra de algunos ex ministros del Tercer Reich), y fueron manejados exclusivamente por los norteamericanos.

El proceso de 1945-46 tuvo, como era de preverse, un gran eco en la prensa; sin embargo, aparte un documental soviético de 1947 que no he podido ver, pero que las fuentes occidentales liquidan como panfletario y propagandístico, no hubo películas que trataran ese tema en todo lo que quedó del milenio: con una sola excepción: El juicio de Núremberg de Stanley Kramer, de 1961.

Contrariamente a lo que podría sugerir el título, esa película no trata del maxiproceso a los altísimos jerarcas nazis del 1945-46, sino de uno de los procesos colaterales: el que se instruyó contra los jueces responsables de haber fraguado el sistema jurídico de la Alemania nazi, y especialmente las “leyes de Núremberg” que sirvieron de base para despojar a los judíos de sus derechos al trabajo, a la propiedad y finalmente a su existencia misma.

Silencios tan largos, con interrupciones tan esporádicas, merecen aventurar alguna interpretación. El maxiproceso de 1945-46 había nacido entre fuertes reservas y controversias, que se fueron profundizando en los años sucesivos. Se cuestionó la pretensión de juzgar a imputados por crímenes que, en el momento de ser cometidos, no habían sido tipificados como tales en ninguna ley internacional; se puso en tela de juicio la legalidad de un tribunal que se ponía por arriba de los procedimientos procesuales normalmente establecidos (selección de los jueces, del jurado y admisión errática de pruebas y testimonios en contra o en favor de los imputados); algunas voces dijeron lo que muchos pensaban: que, bajo la cobija de principios humanitarios universales, se volvía a representar el viejo drama en que los vencedores juzgan y los perdedores son condenados.

La cortina mediática se había rasgado en más de un punto, como una media de nylon demasiado usada (era la época), y había revelado, a los espectadores VIP si no al público masivo, situaciones embarazosas: por ejemplo, que el cargo de crimen contra la humanidad en contra de Karl Doenitz y Erich Raeder (comandante supremo y segundo de la Marina de Guerra alemana) por haber ordenado que sus U-boots hundieran sin miramientos barcos civiles, se tuvo que desechar porque resultó que la marina norteamericana había hecho exactamente la misma cosa: ambos salvaron el pellejo por ese detalle y murieron pacíficamente, Raeder en 1960 y Doenitz veinte años después.

En esos mismos años ya se cuestionaba por qué von Ribbentrop (el ministro nazi de asuntos exteriores) estaba siendo juzgado por crímenes contra la paz (por haber decidido la invasión de Polonia), mientras su homólogo soviético Molotov (que había firmado ese mismo acuerdo) no. Y fue peor tantito cuando se supo que el juez soviético en Núremberg, Iona Nikitchenko, había actuado como acusador en los proceso de las purgas estalinistas de 1936-38, con una suma de casi 700 mil ejecutados (al son nada despreciable de 900 al día).

Hubo quiénes protestaron por el trato, mucho más benevolente, que recibieron los responsables de la grande industria, a los que consideraban igual de culpables que los jerarcas políticos y militares nazis y a los que los norteamericanos reservaron tres procesos separados y sucesivos: IG Farben (el gigante de la química que, entre otras cosas, proveía el Zyklon-B, el gas usado en los campos de exterminio); Krupp (el consorcio acerero favorecido por, y parte integral de, la política armamentista); y el grupo Flick KG (que había apoyado financieramente al nazismo y, en cambio, había recibido libertad absoluta para manejar mano de obra esclava de los campos de concentración); varios de ellos fueron absueltos, pocos recibieron condenas de más de cinco años de cárcel, y casi todos habían recuperado libertad y puestos de trabajo para 1953.

Llegó finalmente la coreografía final, que también dejó mucho que desear: los diez condenados a muerte restantes (después de quitar a Bormann que ya había muerto y a Goering que se suicidó con cianuro la noche anterior) fueron colgados el 16 de octubre de 1946, con un procedimiento llamado standard drop (empeorado además, según parece, por un error de cálculo en la longitud de las cuerdas). La información técnica la pueden encontrar en la red: aquí baste decir que con este procedimiento los condenados no mueren inmediatamente por la fractura de la vértebra cervical, sino lentamente por asfixia, lo que puede tardar entre quince minutos y casi media hora. ¿Se lo merecían los jerarcas nazis? Eso y más, probablemente; pero no fue un ejemplo muy convincente de justicia moderna y civilizada.

Con estos esqueletos en el clóset, es comprensible que la industria cinematográfica de los cincuenta evitara el tema de Núremberg. Ya Wittgenstein había recomendado que, si no sabes qué decir, mejor te callas, y las casas productoras habían seguido su consejo. Hasta que Stanley Kramer lo rompió en 1961. ¿Por qué? ¿Qué pudo hacerle pensar que el público sería ahora más receptivo?

En mayo de 1960 Adolf Eichmann (uno de los responsables de la “solución final”, es decir del exterminio de los judíos) había sido raptado de Argentina y llevado a Israel, drogado y disfrazado de sobrecargo. El proceso inició el 11 abril y terminó el 14 de agosto de 1961; la sentencia de muerte fue dictada en diciembre y llevada a cabo el primero de junio del año siguiente. Mientras tanto, Argentina había presentado y luego retirado una denuncia en la ONU contra Israel por violar su soberanía nacional; tanto los Estados Unidos como la República Federal Alemana hubieran preferido que nada de esto estuviera sucediendo, pues ellos mismos estaban cobijando y utilizando a ex nazis para espiar las actividades de otros ex correligionarios suyos en la Alemania Oriental y, en general, en el bloque socialista.

La película de Stanley Kramer tiene un elenco de primera, con Spencer Tracy en el rol del juez norteamericano, Burt Lancaster en el del principal jurista alemán en el banquillo de los acusados, y Richard Widmark en el del acusador decidido a hacer bien su trabajo (es decir, obtener la condena de los imputados): actores del calibre de Marlene Dietrich, Montgomery Clift, Judy Garland y Maximilian Schell completan el cast. No usa los nombres reales de los imputados en el proceso real y reduce su número de 15 a cuatro, lo que facilita un tratamiento dramático individualizado y más efectivo.

Se centra en el tema de la responsabilidad individual y lo mantiene hasta el final edificante: Burt Lancaster se aparta de sus coimputados y acepta su responsabilidad y su condena (cárcel perpetua); en el diálogo final con el juez norteamericano, inclusive, esboza esa sonrisa cautivante y tan odiosa, de buen chico un poco retrasado, que ya nos había dado, cinco años antes, en Trapecio, y que seguiría siendo su marca de fábrica.

La película no pasa bajo silencio los problemas que habían plagado el proceso verdadero: hay referencias explícitas a las consideraciones políticas internacionales que influyen en la decisión de los jueces, la corresponsabilidad de la grande industria en la preparación de la guerra, la conveniencia de tener a los ex nazis al lado de las potencias occidentales: todos temas que, si se leían en el contexto de la primavera y verano de 1961, podían prestarse a tomas de posición plurales y variadas.

Por un lado estaba el tema del racismo: desde el boicot de autobuses en Montgomery, 1955, el movimiento para los derechos civiles de los negros se había extendido, lenta pero seguramente; en 1960 se había constituido el SNCC (Student Nonviolent Coordinating Committee), cuyas primeras acciones en la primavera de 1961, eran los viajes en autobús de los Freedom Riders desde las ciudades del norte hasta el profundo sur.

No era mucho, quizás, si se compara con el movimiento de la década sucesiva, pero suficiente para mantener el dedo en la llaga abierta del racismo en Estados Unidos. La película de Kramer no habla genéricamente de los campos de exterminio, sino específicamente de las leyes que habían establecido la segregación racial y la ilegalidad de las relaciones interraciales como regla para la Alemania nazi. Claro, la película hablaba de arios y judíos, pero quien quisiera podía leer blancos y negros.

Por otro lado estaba la declaración de Núremberg, que consideraba ilegal y criminal la guerra agresivas: en los años cincuenta, las potencias occidentales habían interpretado este concepto según su conveniencia: las agresiones siempre venían del otro bando, se tratara de Corea del Norte contra su vecino del sur o del Pacto de Varsovia contra Hungría; pero ese pretexto maniqueo empezaba a fallar en puntos importantes: habían sido Israel, Francia e Inglaterra quienes habían agredido militarmente a Egipto en la guerra de Suez (octubre 1956).

Es cierto que Estados Unidos se había abstenido de intervenir y hasta había presentado en el Consejo de Seguridad de la ONU una moción de condena de la agresión israelí (sabiendo de antemano que Francia y Gran Bretaña la vetarían), pero esto no hacía sino volver a plantear la insuficiencia de las declaraciones de principio que habían tenido su primera expresión precisamente en Núremberg once años antes.

La película de Kramer no señalaba culpables o inocentes para estos acontecimientos actuales, pero ponía en la mesa, con honestidad, los términos de un problema que los procesos de Núremberg habían propuesto sin resolverlo. Fue un intento de cinematografía política decente (y bastante ingenua) y no tuvo mucha suerte; se tendría que esperar otros cuarenta años para que la cinematografía occidental volviera a toparse con la herencia de Núremberg.

Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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