Jorge Alberto Lara
Existen gobiernos y gobernantes a los que suele estorbar el equilibrio entre poderes. Lo anterior es una constante en la accidentada historia de la democracia. Es evidente la molestia que se tiene en la presidencia por el orden constitucional que implica rendir cuentas, consensuar políticas y coexistir con entidades que tienen la misión de examinar y en muchas ocasiones de sancionar lo que desde el ejecutivo. La trayectoria política del presidente Andrés Manuel López Obrador ha dejado en claro su aversión a los controles y mecanismos de validación existentes.
Cuando fue Jefe de Gobierno, su relación con la Asamblea Legislativa, como se llamaba entonces el cuerpo parlamentario capitalino, se caracterizó por la pretensión de control absoluto y por un soslayo a cualquier intento de la oposición de verse llamado a cuentas. Entonces ensayó la muy priísta costumbre de usar al órgano legislativo como una simple oficialía de partes.
Los conflictos más importantes de aquella gestión tuvieron que ver, como al parecer hoy sucede, con el cumplimiento del derecho y las resoluciones judiciales: los procesos legales ocurridos a partir de los denominados videoescándalos fueron una losa que derribó por meses la popularidad del jefe de gobierno al ver exhibida la entraña corrupta de su administración. Luego vino el pleito legal del desacato del amparo relacionado con el predio El Encino en la naciente zona comercial y urbana de Santa Fe. Como se recordará en aquella ocasión el gobierno local desobedeció una resolución de amparo en virtud de la cual se tenía que detener la construcción de una calle debido a que pasaba a través del predio de un particular. Con el tiempo ha resultado evidente que el conflicto del famoso amparo fue deliberado y autoinflingido puesto que, al haberse ubicado de manera voluntaria en conflicto con la ley y victimizarse, el Jefe de Gobierno recuperó la popularidad perdida con los videoescándalos. El entonces gobierno federal mordió el anzuelo y jugó el papel del malo de la película al armar una persecución penal que, hoy en día se resolvería con una muy sencilla solución alterna.
En el contexto de la 4T, una serie de particulares han interpuesto juicios de amparo, a efecto de controvertir la legalidad de diversas determinaciones como son la supresión de las estancias infantiles, la cancelación de la construcción del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México y el desarrollo del proyecto del aeropuerto en Santa Lucía. En lo particular, el que esto escribe, de manera conjunta con otros ciudadanos, hemos presentado sendos amparos en contra del proceso de aprobación del denominado Plan Nacional de Desarrollo, ya que de acuerdo a nuestro entender, la conformación de dicho documento no cumplió con las condiciones que imponen la constitución y la legislación y las consecuencias de dichos defectos pueden generar afectaciones importantes a actos de autoridad subsecuentes y por tanto en la concreción de derechos fundamentales.
La concesión de suspensiones por parte de diversos jueces que han conocido estos juicios de amparo ha puesto nervioso e irritable al gobierno. Llama la atención que quienes en su momento, en su papel de opositores, tomaron pozos petroleros, llamaron a no pagar el servicio de energía eléctrica y bloquearon calles y avenidas, al ser gobierno hoy en día, critiquen a quienes hacen uso de los instrumentos pacíficos y legales como el juicio de amparo.
Es en ese contexto en el que se genera una ofensiva al poder judicial, a través de manifestaciones públicas en la calle.
La incomodidad del autoritarismo se hace sentir como mano que mece la cuna de las marchas contra la judicatura.
La división de poderes, la creación de órganos autónomos, los mecanismos de rendición de cuentas, y la existencia de cauces judiciales como el juicio de amparo son indispensables para nuestra democracia y la salvaguarda de los derechos fundamentales de todos. Es importante tenerlo siempre presente, sin importar quien gobierne.
