Connect with us

CDMX

Mandatos electorales y abstencionismo: más números

El análisis de dato electorales en Estados Unidos en el último siglo muestra un progresivo estancamiento de la participación popular en el voto, más notorio en las últimas décadas. Esto sugiere prudencia en el manejo de expresiones como “triunfo” o “mandato electoral” y pone en la mesa la necesidad de un análisis profundo del abstencionismo.

Published

on

En la bibliografía sobre elecciones presidenciales en Estado Unidos es fácil encontrar la expresión “avalancha (landslide) de votos”: es imposible precisar cuándo se usó por primer vez, aunque podemos fijar una fecha importante en 1988, cuando Jane Mayer y Doyle McManus publicaron su libro sobre ascenso y decadencia de Ronald Reagan, precisamente con ese título (por amor de precisión, el título completo era Landslide: The Unmaking of a President): es una metáfora eficaz y llama poderosamente la atención. Como todas las metáforas, es necesariamente imprecisa: ¿a qué punto es que un simple “deslizamiento” (de tierra o de votos) se transforma en una “avalancha”? Y lo cómodo es que nadie te va a preguntar por qué usaste precisamente esa expresión en lugar de otra. Vamos a tratar de hacer algunos deslindes, datos electorales duros a la mano, aunque sea menos poético.

¿En qué porcentaje de votos fijamos el límite de una “avalancha”? Para que no pierda eficacia, debe ser un límite muy alto: ¿qué les parece el 75%? Pero, ¿75 por ciento de qué? Es una perogrullada, dirán ustedes: de los votos, obviamente. Repito la pregunta en otros términos, a costa de que me digan que soy necio: ¿De qué votos? ¿Del voto popular o de los votos congresionales, los que finalmente deciden quién será Presidente? Empecemos por aquí, entonces: y aquí comienzan las sorpresas.

Si definimos “avalancha” como un voto congresional superior al 75%, Harding lo logró en 1920, Hoover en 1928, Roosevelt en sus cuatro mandatos presidenciales (de 1932 a 1944), Eisenhower en 1952 y 1956, Johnson en 1964, Nixon en 1972, Reagan en 1980 y 1984, Bush padre en 1988 y párenle de contar; el subsuelo político estadounidense, en los últimos treinta años, se ha estabilizado alrededor de porcentajes bastante inferiores: y además, en este listado, encontramos a presidentes que la hagiografía norteamericana (siempre pródiga de aceptaciones entusiastas y rechazos tajantes) considera muy buenos, junto con otros tachados de nefastos.

Y ¿si contamos voto popular y no voto congresional? Peor tantito: ninguno de los Presidentes norteamericanos, desde inicio del siglo veinte, se ha siquiera acercado a los fatídicos tres cuartos de los votos: ninguno, es decir cero, zip, nada. Pero quizás estamos siendo demasiado exigentes: ¿qué pasa si bajamos nuestros estándares y hablamos de “avalancha” a partir de las dos terceras partes de los votos? (No podemos bajar más: cincuenta por ciento ya no es avalancha, es mayoría). Considerando los votos congresionales, tenemos que agregar al listado de triunfadores a Bill Clinton (en ambas elecciones, 1992 y 1996) y Barack Obama (en 2008, pero no en 2012). Pero, si consideramos el voto popular, estamos otra vez cerca del cero absoluto: sólo superó el 66% de los votos Woodrow Wilson, en 1912.

Y es aquí que su humilde servidor, obstinado a seguir perogrullando, se hace otra pregunta incómoda: ¿qué pasa si ponderamos los resultados electorales sobre el total teórico de los electores (es decir, si consideramos el fenómeno del abstencionismo)? ¿Me creerían si les dijera que ningún Presidente superó, no las tres cuartas, ni siquiera las dos terceras partes del voto congresional; que sólo Roosevelt (1932, 1936 y 1940), Eisenhower (1952 y 1956), Johnson (1964), Nixon (1972) y Reagan (1984) superaron el cincuenta por ciento del voto congresional y que sólo ocho veces un candidato pasó de la tercera parte del voto popular (Taft en 1908, Wilson en 1912, Roosevelt en 1936 y 1940, Eisenhower en sus dos victorias, Johnson en 1964 y Nixon en 1972)?: es decir, que desde hace cuarenta y cinco años no estamos frente a avalanchas o deslizamientos, sino más bien a algo más parecido a arenas movedizas, o pantanos.

No serviría de nada quejarse del sistema electoral de Estados Unidos: la diferencia entre voto congresional y voto popular fue prevista desde la formación de ese país y sirvió a diferenciar estados ricos y estados pobres, o estados avanzados camino al progreso y estados rezagados condenados al retraso histórico: justo o no que nos parezca, es como ellos han decidido organizarse y, a lo sumo, podemos agregar esa duda a las muchas, históricamente fundadas, que ya tenemos sobre la democracia estadounidense.

Me parece más interesante la otra reflexión: si sigue válida la pretensión del viejo liberalismo, según la cual el abstencionismo no cuenta en el cómputo final de los resultados porque “quien no vota, delega”. Ya lo mencioné en un artículo anterior, a propósito de las últimas elecciones legislativas en Francia: el analista no puede permitirse el lujo de ignorar el abstencionismo, y tampoco deberían hacerlo los políticos profesionales, por su bien: me atrevo a decir que éstos deberían tener un ojo muy atento a la abstención electoral, a sus fluctuaciones en el tiempo y en el espacio, porque el abstencionismo – si bien analizado – puede ofrecer elementos de predicción tan válidos como las alianzas, rupturas y excomuniones entre partidos y candidatos, que tanto les gustan a la clase política y a sus consultores: un solo ejemplo, significativo: el resultado electoral en Inglaterra, en las elecciones de 1951 con respecto a 1950, giró alrededor de un pequeño deslizamiento de votos (el uno por ciento): en esas mismas elecciones, el abstencionismo varió en la misma proporción: creció en 1.6 por ciento, suficiente para forzar el cambio, del gobierno laborista de Attlee a la mayoría conservadora de Churchill.

¿Dónde queda Trump, en este panorama? En 2016 no hubo “avalancha” en su favor: su 56.5 por ciento de votos congresionales quedó corto con respecto a Obama y a Clinton, aunque fue superior al de George Bush hijo (en términos de voto popular, Trump también perdió contra este último). El abstencionismo, si bien se mantuvo en el promedio de los últimos veinticuatro años (alrededor del 44-45%), bajó lo suficiente para asegurar la victoria de Trump en el total de votos congresionales: un dato curioso: lo mismo sucedió en 1960, con otra victoria apretadísima: JFK contra Nixon, sólo que entonces los demócratas les ganaron a los republicanos.

Cuando los resultados electorales no son contundentes, las encuestas de opinión y la cobertura mediática tienden a tomar su lugar; el problema es que es más fácil sesgarlas. La cumbre del G-20 actualmente en curso también puede ser vista desde este punto de vista. Los analistas y comentadores políticos han empezado a discutir si Trump está, o no, demostrando dotes de gran estadista (ya es una mejora: hace una semana todos lo negaban, o por lo menos no se atrevían a afirmarlo). La cumbre está en Alemania. Los globalifóbicos ocupan las calles y se atreven a impedir que Melania salga de su hotel. Encuestas de opinión (no se sabe qué tan sesgadas o creíbles) han sostenido que el gran público europeo occidental está mejor dispuesto hacia Trump que sus respectivos gobiernos. Los medios reproducen, en relación con Corea del Norte, la angustia de la crisis de los misiles de 1962 en Cuba. Situación complicada, que no puede analizarse a la ligera. Por el momento, se está acercando otro pasaje decisivo de este ajetreado 2017: en menos de dos meses les toca a los alemanes votar: a ver cuántos lo hacen y cuántos se abstienen, y con qué consecuencias.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

Lo nuestro es la #política en la #CDMX; si en verdad te late la grilla chilanga en las redes, visita nuestra página: https://elinfluyente.mx

Los influyentes

Twitter

Facebook

Advertisement Post/page sidebar widget area

Recientes