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#Metoo, o: flip the house no basta

Las redes sociales se llenan de rezos y solidaridad. Las autoridades invitan a la ciudadanía a convertirse en espía de los vecinos y de sus hijos para detectar a tiempo las semillas de la locura.

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Por Fulvio Vaglio

No sé si a Nikolas Cruz (así, con la K confortablemente neonazi, escribe él su nombre, aunque en realidad lo bautizaron como Nicolás de Jesús) lo condenarán a muerte. Probablemente no es siquiera la pregunta más importante. Trump ya lo ha declarado loco y esto establece el marco en el que se está desarrollando la discusión pública sobre la masacre de Parkland.

Han empezado a llover las respuestas parciales: todas ellas apuntan a fragmentos de realidad y todas ellas fallan en lo sustancial. Que el FBI no hizo su trabajo aun cuando había recibido información sobre el peligro potencial representado por Cruz. Que la National Rifle Association se atrinchera tras la perogrullada de que las armas no matan, las que matan son las personas que las empuñan. Que Nicolás no tenía la edad legal para comprar una cerveza, pero sí para comprar un AR-15. Que hay que hacer algo para que hechos como éstos no se repitan nunca jamás.

Respuestas que se repiten cada vez que alguien (no siempre un adolescente) abre el fuego indiscriminadamente sobre alumnos de una escuela, senadores jugando baseball o aficionados atendiendo a un concierto. Los cultores de las estadísticas dan sus cifras: cuatro muertos más que en Columbine, un tiroteo en escuelas cada 63 horas en lo que va de este 2018. Los medios les otorgan diez minutos de notoriedad a los sobrevivientes o a los familiares de las víctimas.

Las redes sociales se llenan de rezos y solidaridad. Las autoridades (todo tipo, nivel y color) invitan a la ciudadanía en convertirse en espía de los vecinos y de sus hijos, para detectar a tiempo las semillas de la locura. Porque es obvio que la gente como Cruz, como Paddock, como Harris y Klebold, están locos; la gente normal no hace estas cosas: ya lo había dicho el juez Brack cuando Hedda Gabler se había suicidado en vez de acostarse con él.

Pero hay algo que todo el mundo prefiere olvidar, o callar. Fue precisamente en Estados Unidos, en los años cincuenta y sesenta (entre 1956 y 1967, para ser exactos), que los psicólogos de Palo Alto formularon su teoría sistémica de la esquizofrenia. Principio básico de esa formulación: el sistema reparte roles; a alguien le toca el del paciente designado: éste no es más culpable que el sistema que genera su enfermedad: es el sistema que es esquizogénico.

Es cierto que Bateson, Watzlawick, Haley y los otros fundadores de esta escuela hablaban de esquizofrénicos, no de asesinos (pero lo primero no excluye lo segundo); el sistema en el que se enfocaban era la familia, no la sociedad en general; hablaban de un fenómeno que, en la historia de la psiquiatría, no era nuevo, pero había alcanzado dimensiones nunca vistas antes (tanto que ni siquiera había entonces un nombre, mucho menos una tipología clara, para ello: la medicina seguía llamándolo demencia precoz, es decir que, si te vuelves chocho a los ochenta años es comprensible, pero si te toca cuando tienes dieciséis, algo no está funcionando bien).

Tampoco las masacres indiscriminadas de poblaciones inermes son nuevas y ahora las autoridades norteamericanas se dicen preocupadas por el aumento, en frecuencia y número de víctimas, de los tiroteos. A nadie se le ocurre culpar al sistema social (bueno, a Michael Moore sí se le ocurre, pero él también está loco: ¿o no?). Caray, le ganamos la partida al mundo comunista, todo el mundo nos envidia y nos ama (con pequeñas excepciones locales), tenemos la economía más fuerte y los militares más temido: ¿cómo vamos a ser esquizogénicos?

Quizás valga la pena recordar cuáles son las tres características que, según Jay Haley, se necesitan para transformar a un miembro normal de un sistema en un paciente designado: una predisposición natural; un ambiente favorable; y mucho, mucho entrenamiento; si creen que estoy exagerando en mi cinismo habitual, lean por favor su ensayo El arte de ser esquizofrénico.

Predisposición natural: sensibilidad aguda y una inquietante y confusa honestidad consigo mismo (si no las tienes, no eres candidato para la esquizofrenia; a lo sumo te puedes volver un hijo o estudiante modelo, el hermano bueno del loco, experto en darle por su lado a los padres y a la autoridad: el good son-of-a-bitch, lo llamaba Haley).

Ambiente favorable: una familia acostumbrada a comunicar según patrones enfermizos, contradictorios, con base en un principio de autoridad que te atrapa en órdenes imposibles de acatar y también de desobedecer (el doble vínculo de Bateson).

Mucho entrenamiento: para volverte ducho en el arte de la esquizofrenia, no basta con haberte topado una vez con un doble vínculo (si así fuera, todos, nadie excluido, estaríamos hospitalizados en espera de pastillas, electroshocks o tinas llenas de hielo): se necesita que el sistema en que vives te reitere una y otra vez, implacable, que no tienes salida porque tú eres el que está mal, el que no entiende las reglas del juego: el que es demasiado cobarde para sobrevivir (o demasiado valiente: finalmente, tú decides cómo te ves reflejado en el espejo).

Estoy hablando de la sociedad norteamericana, pero es demasiado fácil representárnosla en la actuación presidencial de Trump: contradictoria, alternando halago y amenaza, alabando en términos hiperbólico (y vacíos) a los que están con él en el momento y fustigando a los que ya no están; repitiendo que va a hacer America great mientras está haciendo a los americanos más pequeños, más infantiles y más débiles.

Pero Ted Kaczinski (el Unabomber) inició su carrera terrorista en 1978 (en la presidencia de Carter) y la continuó bajo Reagan y Bush padre; Tim McVeigh y Terry Nichols destruyeron el edificio federal de Oklahoma City en 1995, y Eric Harris y Dylan Klebold mataron a 13 personas en Columbine en 1999 (todos bajo Clinton); locos, todos (aunque no tanto como para no ser procesados y condenados): el doble vínculo al que está sometida la población de Estados Unidos es más viejo y más rancio que Trump.

Te ordenan amar lo que realmente, en tus entrañas, odias: la bandera, por ejemplo, que te manda matar a prisioneros iraquíes (léanse el historial de McVeigh, está en Wikipedia hasta que alguien decida quitarlo) o hacerte emboscar en Niger (donde oficialmente no estás, así como tus abuelos nunca estuvieron en Camboya); o la escuela, que te da la oportunidad de competir para ser el chico más popular mientras te prepara para una vida de empleos temporales y mal pagados; o el sistema electoral, que permite a un candidato elegirse, para representarte, con menos del 30 por ciento de los votos (no lo digo por Trump, ni sólo para los republicanos: con Harry Truman, JFK y Bill Clinton pasó lo mismo).

Sobre todo, debes creerte que éste en que vives es el mejor de los países en el mejor mundo posible; si empiezas a dudarlo, ya no eres candidato a chico más popular, compañeritos y compañeritas te hacen el vacío, los psicogramas en las entrevistas de trabajo te delatan y hasta el ejército te rechaza; en el pasado, por lo menos, podías consolarte haciéndole bullying a los que estaban aún peor que tú: los negros en los años formativos de tus abuelos, los asiáticos en los de tus padres, las mujeres en los tuyos y desde siempre. Ya no, y menos en la era del #MeToo. La cadena se rompe en el eslabón más débil, y ése eres tú.

Pero no todo está perdido: la cadena, generosa, te ofrece la posibilidad de convertirte en un profesional del tiroteo escolar, como lo había anunciado Nikolas Cruz en las redes; finalmente, un récord es un récord y las armas están allí para que la compres, como centelleantes regalos de navidad.

Es claro que hay un responsable importante que se llama National Rifle Association, y que hay otros cómplices, en los políticos que la NRA tiene comprados o amedrentados. El día siguiente a la masacre de Parkland, el ex congresista republicano por Florida, David Jolly, ha declarado que su partido nunca va a tomar una posición que incomode a la NRA y ha invitado a los votantes, este próximo noviembre, a votar por el otro partido: flip the House, ha dicho literalmente. Desde la barrera, el ruedo se ve mejor.

Me temo que Haley, Bateson y Watzlawick, si estuvieran vivos, dirían que inclusive ese paso no sería suficiente. En su momento, ellos propusieron que una posible solución pasaba por obligar el sistema a reconocer que está comunicando mal. En términos sociales, esto quiere decir que apuntar el dedo acusador puede ser útil pero no es suficiente. Y esto nos remite a #MeToo.

No en el sentido de ampliar el círculo de las víctimas: yo también, como negro, o como islámico, o como homosexual, o como niño católico en la clase de catecismo, he sido víctima de acoso o abuso y ahora sí, ya no me voy a callar. Eso es valiente, era necesario, pero en términos generales le ofrece al sistema una escapatoria demasiado fácil.

El otro #MeToo es más difícil de pensar, y más aún de decir; reza: yo también he sido violador, golpeador, acosador. O asesino de mujeres (en Ciudad Juárez o Ecatepec), torturador y violador (en Santiago de Chile, Buenos Aires, Sao Paulo, Abu Ghraib o Guantánamo), o verdugo en masas (en Zacatecas y Ayotzinapa). O Unabomber, o Tim Mc Veigh. En los días sucesivos a la masacre de Columbine, hubo mensajes escalofriantes en las redes (las de entonces, no tan desarrolladas como las de hoy), del tipo: ellos han hecho lo que muchos de nosotros quisiéramos hacer, pero nos falta el valor.

No estoy sugiriendo una solución; pero creo que estoy indicando dónde no hay que buscarla.

Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

Lo nuestro es la #política en la #CDMX; si en verdad te late la grilla chilanga en las redes, visita nuestra página: https://elinfluyente.mx

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