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Números y agendas políticas

Parece que el calendario electoral nos está dando un respiro de un par de meses, hasta las elecciones federales de Alemania previstas para septiembre. Puede ser un buen momento para reflexionar sobre algunos datos duros que han salido a la luz en este ajetreado primer semestre de 2017, en ambos lados del charco.

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Abstencionismo en Europa. Varios comentaristas han subrayado que el verdadero rival de Emmanuel Macron, en las últimas elecciones legislativas en Francia, es el “partido de la abstención”: 57.26 por ciento de los electores no fueron a votar, contra el 49.12 de los votos expresados que ha obtenido La République en Marche (el partido de Macron). La periodista Natacha Polony ha señalado a la atención pública un dato aún más revelador: el porcentaje de abstenciones disminuye mientras más sube el nivel socioeconómico de los votantes: no disponemos de los datos para hacer un cálculo preciso, pero, si es cierto que en las áreas “ricas” la abstención fue del 30% más o menos, quiere decir que en los barrios obreros y populares podría haber llegado al sesenta por ciento. La lección, sugiere Polony, es que el proletariado urbano francés no ha ratificado el cheque en blanco que Macron parecía haberse ganado en las presidenciales de mayo, para gastárselo cómo él quisiera; en cambio, sí le ha dado a un nuevo movimiento de izquierdas (France Insoumise de Mélenchon) la fuerza suficiente para formar un grupo parlamentarios independiente.

Es muy cierto que comparar las elecciones presidenciales con las elecciones legislativas es falaz: las tasas históricas de abstención, en los dos casos, no son comparables. Sin embargo, me parece claro que la clase política francesa (y, por extensión, la europea) tiene un punto inesperado en su agenda: ¿qué hacer con el recuento de las abstenciones? ¿Cómo reincorporar a los “insumisos” a la ficción liberal de la democracia representativa? ¿Se vale todavía eliminarlos del cómputo con la mano en la cintura, aduciendo el pretexto rancio que los “ciudadanos conscientes” tienen el derecho de decidir por la “minoría inconsciente”, aun cuando ésta se ha vuelto mayoría?  Problema espinoso de teoría política, si me apuran, con muchas aristas ideológicas y legales.

Impeachment y tradición política en Estados Unidos. Por mucho que los defensores del sistema democrático-judicial de Estados Unidos nos lo restrieguen en las narices como un pañal sucio vuelto bandera, el impeachment no es un método eficaz para quitar de en medio a un presidente incómodo. Hagamos un poco de aritmética: hay tres casos históricamente documentados para Presidentes norteamericanos en oficio: a Clinton se lo aplicó la Cámara (el 8 de octubre de 1998) y luego se lo quitó el Senado (el 12 de febrero de 1999); Nixon dimitió (el 9 de agosto de 1974) antes de que se lo decretaran; a Andrew Johnson sí le había tocado (el 26 de mayo de 1868), pero por las rendiciones de cuentas después de la Guerra Civil, y de toda maneras su condena se cayó porque no se alcanzó la mayoría de dos terceras partes de los votos en el Senado (se necesitaban 36 y sólo hubo 35). Total: a la fecha, no hay un solo presidente norteamericano que haya sido relevado del cargo a través de un proceso legal. Parece que la cosa funciona mejor fuera de Estados Unidos: de diecisiete casos documentados entre 1981 y 2017, siete presidentes fueron relevados del cargo, dos hicieron como Nixon (es decir, dimitieron antes del proceso) y uno huyó al extranjero (Yanukovich, de Ucrania, en 2014). Por lo menos en Estados Unidos, el impeachment parece más bien un coco para asustar a los presidentes mal portados.

Aparentemente, es más fácil matarlos (van cuatro, desde Abe Lincoln en 1865, a James Garfield en 1881, a William McKinley en 1901 y a JFK en 1963); aunque no necesariamente es muy rápido: Garfield se tardó ochenta días para morir, del 2 de julio al 19 de septiembre. Será por eso que los analistas entrevistados por Fox News y por CNN se muestran muy prudentes cuando les preguntan si las acusaciones de hoy contra Trump serían, o no, suficientes para quitarlo del cargo.

Nada más para pararme el cuello y evitar que Hannity (de Fox News) o el todavía acéfalo FBI, corriendo enloquecido como gallina por el corral, se la tome contra mí en vez de irse contra los wikimails de Hillary o el Putingate de Flynn: no soy anarquista, no creo en el magnicidio como una forma substituta del quehacer político (el FBI sí lo creyó, ese 22 de noviembre de 1963): me asusta y me indigna que el establishment político y económico norteamericano esté considerando la posibilidad de relevar por otro medio a un presidente regularmente electo, sólo porque parece no dar el ancho: lo hubieran pensado antes de apoyarlo, cabrones: respeten las reglas del juego, que además ustedes las inventaron para el mundo: será Montesquieu, será Tom Paine o será el sereno, pero la constitución norteamericana de 1787 vino antes de la Revolución Francesa; por poquito, pero antes.

¿Hay vida después de Trump? Hay otra pregunta, que abre horizontes aún más patéticos para el nuevo zoológico de equinos y paquidermas. Suponiendo que yo, clase obrera norteamericana, me trague enterita la mentira de que Trump, ¡oops!, se salió del huacal y es una amenaza para el orden mundial, ¿qué garantías me dan que con Pence las cosas regresarían mágicamente a su cauce natural? A ver: es cierto que Pence es más joven (doce años) y al parecer su carácter es más apacible, estable y devoto (que para mí también quiere decir más aburrido) que el de Trump. Ah, y ambos son Gemini por si ustedes creen en estas patrañas. Ahora persígnense, consulten sus conciencias y díganme en qué podría, esta reedición mojigata de Jerry Ford, ser menos peligroso para la paz mundial, para la economía globalizada, o para nuestro querido y nunca suficientemente ponderado México, que Donald Trump. Díganmelo, pues yo no logro verlo.

Como clase obrera norteamericana, I smell a rat: me huele a rata muerta. Me prometieron ( el tío Donald  me lo prometió) enderezar mi situación, revertir las tendencias de un mercado internacional del trabajo que objetivamente me daña y me castiga, renegociar lo renegociable para devolverme una infinitésima parte de lo que me han quitado desde Reagan y Bush, pasando por Clinton, otra vez con Bush (el otro, más inepto) y Obama; hacer escuchar fuerte mi voz, a través de la voz de alguien que no fuera tan objetivamente comprometido con la clase política de siempre; y ¿ya me lo quieren quitar? ¿Por haber entorpecido una investigación y despedido a unos cuantos funcionarios? Háganme el favor: ¿creen que nací ayer? ¿O no será que se dan cuenta ahora, un poco tarde si me permiten, que las otras promesas electorales de Trump pueden funcionar, pero la que se refiere a enderezar mi situación, es sueño guajiro?

Cuando llegué a Detroit, en el verano de 1978, me di cuenta de dos cosas: primero: nadie quería decir “soy americano”; todo decían soy polaco, irlandés, escandinavo y – obviamente – africano; hasta el pusher que abastecía a medio campus de mota, precisaba que él era un indio seminole. Y segundo: los liberales estaban convencido de que habían exorcizado el Mal: el mal que les acechaba la memoria era la guerra (nunca declarada) de Vietnam y los bombardeos de población civil, pero, por algún extraño cortocircuito historiográfico, lo personificaba Richard Milhous Nixon quien, bien o mal, más tarde que temprano, le había puesto fin, y que acababa de reelegirse con un lapidario 96.7% de votos. En los dos primeros años de Reagan (hasta que me quedé en los Yunáited) la gente en la calle y mis estudiantes en Wayne State University habían recobrado el orgullo de decirse Americans, y estaban listos para emprender cuantas cruzadas fueran necesarias contra el Nuevo Mal (Granada, Irán y lo que siguió después, propiciado por el Alzheimer de Reagan, con cara de niño bueno y memoria de abuelo chocho). Quisiera que mis colegas de hoy no repitieran el mismo error que los liberales de los años setentas: pensar que, con Nixon, habían extirpado las raíces del Mal y que todo sería, de allí en adelante, cacahuates y buenos principios morales.

A mí, el futuro de Trump ni me viene ni me va; me indigna que, ahora, republicanos y demócratas lo usen como chivo expiatorio para rehacerse una virginidad que han perdido desde hace muchas décadas en el congal de la política.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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