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Payasadas y poder

Trump ha logrado, una vez más, unificar en su contra la opinión liberal. Pero, por lo menos en el caso Kashoggi, podría tener razón.

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Fulvio Vaglio

“Es un payaso, un payaso peligroso”; no lo digo yo (lo pienso, pero no lo digo); lo ha afirmado, en una entrevista con Huffington Post, Michael Mann, investigador de Penn State University, experto en cambio climático. Objeto: el tuit de Donald Trump del 21 de noviembre, que decía más o menos literalmente “Prevén récord de temperaturas bajas este fin de semana: ¿dónde está el calentamiento global?”.  Epíteto bien merecido lo de payaso, pensaría yo sin decirlo.

También pensaría: muy apropiado el tuit de Trump, después de los incendios en California con su balance (muy provisional) de 83 calcinados y cerca de seiscientos desaparecidos. Pero la culpa, dijo Trump, no es del cambio climático sino, obviamente, del gobierno estatal por no haber actualizado las medidas de protección a los bosques y por haber permitido la expansión edilicia incontrolada. Correcto: una vocecita interior me recordaría, quizás, que la fortuna personal de Trump se debe precisamente a la especulación edilicia, dentro y fuera de Estados Unidos: pero trataría de acallarla antes de que se volviera demasiado petulante.

La situación se presta a varios comentarios: los demócratas niegan querer el “impeachment” mientras insisten en llegar a la conclusión de la investigación de Robert Mueller sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016: ¿historia vieja? No tanto: se empieza a hablar más abiertamente de los negocios de la organización Trump con Rusia y Arabia Saudita (y Emiratos Árabes, y Azerbaiyán).

Ya se sabe cómo reacciona Trump a los retos: haciéndose el valiente (según él) o el tonto (según los “fake news”); él y el rey de Arabia han quedado prácticamente solos en sostener que no hay pruebas de que el actual príncipe heredero, Mohammad bin Salman, haya ordenado el asesinato de Jamal Khashoggi. Si hasta la CIA lo dice, debe ser verdad: y sin embargo, para un analista irrazonablemente suspicaz como un servidor, es suficiente para levantar una ceja y despertar algunas neuronas dormidas.

El actual príncipe heredero Muhammad bin Salman lo es desde el 21 de junio de 2017, cuando su padre desposeyó de ese título a su sobrino Mohammad bin Nayif, su sobrino; y créame, no me estoy divirtiendo a complicar el panorama con parecidos onomásticos. La monarquía saudita es relativamente joven (remonta oficialmente a 1902, pero inició prácticamente en los años treinta, cuando se posicionó como una pieza geopolítica clave gracias al descubrimiento de los yacimientos petrolíferos); a partir de la muerte de su fundador, Abdulaziz al-Saud, la sucesión se dio de hermano mayor a hermano menor; la fórmula funcionó relativamente bien hasta final del siglo pasado, pero para la segunda década del este milenio, Arabia se había vuelto una gerontocracia en la que el sucesor más joven al trono tenía más de setenta años: demasiados para un estado que quería presentar al mundo un rostro dinámico y modernizador (la misma cosa le pasó a China más o menos en el mismo tiempo, y por la misma razón).

Para colmo, los dos hermanos menores del entonces rey Abdullah murieron antes que él (en 2011 y 2012); a la muerte de Abdullah en 2015, su medio hermano Salman bin Abdulaziz Al Saud se convirtió en rey (título que sigue ostentando a la fecha); a su vez, éste tenía que nombrar a un sucesor, y aquí las cosas se complicaron todavía más: primero nombró a su medio hermano para desposeerlo dos meses después; luego (abril de 2015) nombró a su sobrino Muhammad bin Nayif; dos años después sustituyó a este último por su hijo Muhammad bin Salman: el mismo que ahora la CIA y Turquía acusan de haber orquestado el asesinato de Jamal Khashoggi.

Hay más complicaciones en esta trayectoria, en la cual no han faltado rendiciones violentas de cuenta dentro de la misma familia real, como el asesinato del rey Faisal en 1975; han jugado un rol creciente las potencias occidentales, el petróleo y la geopolítica del Oriente Medio: revisando la historia de estas últimas dos décadas, encontramos nombres que han salido a relucir un este bienio de la administración Trump, como el senador demócrata Charles “Chuck” Schumer, quien en 2003 intervino para que la casa real saudita quitara al ministro de exteriores Nayif bin Abdulaziz: el nombre, por una vez, no confunde sino que aclara: ese ministro era el padre de Muhammad bin Nayif; su culpa, haber formulado una versión poco conocida de la teoría del complot, en la que acusaba a Israel de haber estado detrás de los atentados del 11 de septiembre.

El asesinato de Khashoggi, prácticamente en todos los medios liberales, está siendo visto como una prueba de necedad e insensibilidad de Trump (cosas de las cuales no tengo ninguna duda) y hasta como un mensaje transparente de apoyo a los dictadores de medio mundo, siempre y cuando aseguren fidelidad al modelo de “America First”. Pero hay otra lectura posible, a la luz de los antecedentes que acabo de resumir: ¿y si efectivamente todo fuera parte de una macabra rendición de cuenta dentro de la familia real saudita? ¿y si el responsable del asesinato no fuera el hijo del rey sino el sobrino, para desprestigiar al príncipe heredero y volver a posicionares en la lucha por la sucesión? ¿Tendríamos que reconocer que la prudencia de Trump, al menos en esta ocasión, está justificada?

Payaso, sí, y de los peligrosos. Pero hasta los payasos, de vez en cuando, pueden tener la razón.

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