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CDMX

¿Quién habla de populismo?

La polémica Vargas Llosa – AMLO a tres meses de las elecciones requiere algunos asntecedentes y deslindes.

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Por Fulvio Vaglio

A todos nos sucede de hablar cuando deberíamos callar. Hace un par de semanas hemos asistido a la guerra de declaraciones entre Mario Vargas Llosa y Andrés Manuel López Obrador. El primero ha abierto el fuego desde Madrid, tachando de “suicidio democrático” la posible victoria de AMLO el primero de julio.

El segundo ha contestado desde México, definiendo a Vargas Llosa “un buen escritor, pero mal político”. Perdón, Andrés, pero Vargas Llosa no es un buen escritor: es uno de los grandísimos de la revolución literaria latinoamericana, que se cuentan con los dedos de una mano, junto con Asturias, Rulfo, García Márquez, Carpentier, y no pongo en la lista a Paz que fue poeta y a Fuentes porque ya no me alcanzarían los dedos. Al llamarlo “un buen escritor” lo minimizas y te minimizas (hasta Peña Nieto podría haberlo dicho), como lo hizo Fujimori en el debate presidencial de 1990 cuando lo llamó “señor Vargas”; si la memoria no me engaña lo hizo contigo Calderón (¿o fue Vicente Fox?) cuando te llamó “señor López” en 2006.

Pero aquí, en esta columna, me interesa la otra parte del juicio, la de “mal político”. Vargas Llosa contendió en una elección presidencial, la de 1990, la perdió y volvió, como actividad permanente a lo que sabe hacer de manera extraordinaria: la literatura, y de manera saltuaria a lo que no hace tan bien: el análisis político. López Obrador perdió ya dos contiendas electorales y va por la tercera, que no siempre es la vencida como demuestra el ejemplo de Cuauhtémoc Cárdenas (pero a Lula sí le salió, no a la tercera sino a la cuarta, así que no hay una regla precisa).

Vargas Llosa acababa de perder las elecciones de 1990 cuando, aquí en México, en un foro organizado por Vuelta y difundido por Televisa, hizo su famoso discurso sobre la dictadura perfecta. Dictadura camuflada, dijo, sin dictador pero con un partido eternizado en el poder. No es difícil darle la razón en lo que decía de México (dos años antes, en 1988, se había caído el sistema la noche del cómputo de votos); pero también hablaba de lo que su proyecto de Perú no había sido.

El Perú, sumergido en una crisis económica y política desde hacía por lo menos cuatro años, parecía pedir a gritos una estabilización que el populismo tradicional no había sabido proporcionarle a lo largo de casi cuatro décadas: el APRA traía a cuestas un historial bastante confuso de coqueteos con la izquierda revolucionaria y extraparlamentaria, alternados a compromisos tácticos con el movimiento del ex dictador Manuel Odría (que por cierto, en otros momentos, lo había perseguido y condenado a la clandestinidad).

Para los estabilizadores el enemigo a vencer era, a todas luces, el APRA de Alán García, cuyo mandato expiraba entre las consuetas acusaciones de corrupción, nepotismo e incapacidad. Los partidos del centro-derecha se habían unido en el Frente Democrático (un nombre para todas las estaciones que no decía mucho y prometía hasta menos); todas las encuestas lo destinaban a arrasar en las elecciones generales de la primavera de 1990: Vargas Llosa, todavía sin Nobel pero ya encumbrado entre los grandes de la literatura mundial, había participado en la organización del FreDemo desde al menos tres años atrás  y fue escogido como candidato: la gardenia intelectual en el ojal de un saco demasiado grande y bastante ajado.

Las otras fuerzas electorales estaban fragmentadas y al comienzo no se prestó mucha atención a la emergencia de un candidato nuevo: Alberto Fujimori, cuyo lema “Honradez, tecnología y trabajo” parecía demasiado vago para ser eficaz: a seis semanas de las elecciones su partido, Cambio ‘90, apenas alcanzaba el 4% de la intención de voto. Todo parecía indicar que Vargas Llosa ganaría las elecciones y, efectivamente, en la primera vuelta electoral había obtenido la mayoría (con poco menos de un tercio de los votos, insuficiente para ser proclamado presidente).

La reforma electoral de Alán García preveía, por primera vez en la historia política del Perú, la realización de una segunda vuelta si ningún candidato alcanzaba la mayoría absoluta de los votos (antes, en esto casos, le tocaba al parlamento elegir al nuevo presidente); la segunda vuelta demoró más de dos meses en realizarse, del 8 de abril al 10 de junio; esto le dio tiempo a la oposición para coagular alrededor del otro candidato; APRA brindó a Fujimori los departamentos de la Costa septentrional y el departamento fronterizo del sur (Tacna); Izquierda Unida hizo lo propio con su baluarte serrano, Apurimac. Desde Ayacucho, extendiéndose por la subsierra hasta abarcar partes de Cusco y parte de Junín, territorio pobre y bajo la amenaza terrorista de Sendero Luminoso, ya había ganado Fujimori en la primera vuelta, y refrendó en la segunda.

Los resultados de la segunda vuelta, comparados con la primera, parecen ser de otro país: Cambio ’90 ganó en todos los departamentos menos uno. El centro-derecha de Vargas Llosa, de las diez circunscripciones que había ganado de manera arrolladora en la primera vuelta, sólo se quedó con el vasto y amazónico Loreto, antaño rico cuando el boom del caucho, ahora relativamente despoblado, con recursos naturales inexhaustibles pero nunca explotados de manera moderna: un Chiapas peruviano, quizás.

Sabemos lo que sucedió después: Fujimori implementó una política neoliberal a ultranza, desempolvando las disposiciones duras en materia de política económica que en su momento había propuesto el FreDemo; el Fujishock profundizó los abismos sociales y causó que las fuerzas de izquierdas, políticas y sindicales, abandonaran esa coalición sin fundamentos ideológicos. Fujimori respondió reforzando los aparatos represivos del estado y dos años más tarde se inventó un autogolpe militar, que según las encuestas gubernamentales era apoyado por la mayoría de la población (las dictaduras imperfectas suelen hacer eso).

Fujimori fue reelegido en 1995 y forzado a dimitir en 2000, cuando salieron a la luz los escándalos de corrupción y la corresponsabilidad en las operaciones criminales de su ministro de interiores Vladimiro Montesinos. Intentó sustraerse a la cárcel contendiendo por un escaño parlamentario en el país de origen de su familia, el Japón, del cual seguía teniendo la ciudadanía; no le salió la jugada y pasó diez años en la cárcel, hasta el indulto que le otorgó Kuczynski en diciembre del año pasado.

Pero el fujimorismo no ha muerto aunque ha cambiado piel y nombre varias veces, desde Cambio ’90 a Fuerza 2011: su hija Keiko es actualmente diputada por Fuerza Popular; su hermano Kenji ha sido expulsado del mismo movimiento por pactar con Kuczynski la abstención en su proceso de impeachment (por corrupción, para variar) a cambio del indulto para su padre; por cierto, Kuczynski acaba de renunciar hace unos días, antes de que lo depusieran, en la mejor tradición nixoniana.

En el otro frente, Alan García tuvo una nueva oportunidad presidencial de 2006 a 2010 y la pasó sin mucha pena ni mucha gloria (aunque le fue mejor que en la vuelta anterior); a falta de algo mejor, “populismo de gobierno” (el APRA) y populismo de derecha (el Fujimorismo) siguen contendiéndose las pocas candilejas y las muchas sombras del escenario político peruviano.

Se me hace raro que Vargas Llosa, cuando habla de México, se las tome contra el populismo de izquierdas y no contra el de derecha; parece ignorar que el populismo mexicano de gobierno le ha costado a México la friolera de ciento treinta mil muertos en doce años, sin lograr la estabilización política ni económica, y está dejándole al próximo presidente un país casi ingobernable, con feminicidios rampantes, balaceras diaria, asesinatos de periodistas y desapariciones forzadas en aumento, más lo que falta de aquí al 30 de junio.

Las declaraciones de Vargas Llosa de esta semana se parecen poco a las de hace veintisiete años: en vez de considerar a México una dictadura perfecta, parece considerarlo ahora una democracia perfectible, preferible al desierto económico y político que él vaticina si gana AMLO. Personalmente no sé si AMLO sería un buen presidente; lo que sé es que los otros, los que fueron elegidos enarbolando el espantapájaros de: López Obrador, un peligro para México, no lo han sido, ninguno de los dos, o de los tres contando a Fox.

Lo escribí hace casi un año en esta columna (el 29 de mayo 2017, para ser exactos): el populismo sin poder es patético, pero el populismo en el poder es aterrador, porque es la cara maquillada, de puta vieja, de la tiranía impune y arrogante. Decir, como Vargas Llosa: entonces hay que impedir a toda costa que el populista AMLO llegue al poder, es olvidar que en México el otro populismo está en el poder desde hace, bajita la mano, ochenta años. Cómo lo llamaremos: ¿Populismo perfecto?

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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