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CDMX

Referéndums, independencia y guerra

Lo sucedido hace un cuarto de siglo en la ex Yugoslavia presenta un parecido inicial con lo que sucede ahora en Cataluña. Es de esperarse que todo se quede así, en un parecido inicial sin mayores consecuencias.

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Por Fulvio Vaglio

Primero hay un referéndum para decidir si el estado se independiza. La respuesta es mayoritariamente por el “sí”. El gobierno central desconoce los resultados del referéndum, elimina las prerrogativas autónomas de policía y milicia local y responde amenazando con mandar sus tropas y sus policías. Todo esto sucedía el 23 de diciembre, pero se estaba gestando desde un decreto local del 28 de septiembre.

Pero algo no cuadra, dirán mis lectores (si es que queda alguno): todavía no llegamos al 23 de diciembre, y de todas maneras el referéndum sobre la independencia de Cataluña fue el primero de octubre, no el 28 de septiembre. ¿Qué te pasa, analista?

Efectivamente, no estoy hablando del referéndum de este año en Cataluña, sino de otro de 1990, en Eslovenia. Seguirían otros referéndums y otras declaraciones de independencia, en Croacia (junio de 1991), Macedonia (septiembre 1991) y Bosnia-Herzegovina (febrero 1992), sin que faltaran los contra-referéndums y las declaraciones locales de dudosa independencia, particularmente en las efímeras República Serbia de Krajina (agosto 1990, apoyada por el presidente serbio, Milošević) y Comunidad Croata de Herzeg-Bosnia (noviembre 1991, apoyada por el presidente croata, Tuđman). Todas, con la excepción de Macedonia, terminaron en guerra.

Las guerras en la ex Yugoslavia, en su conjunto, duraron de marzo 1991 a diciembre 1995, con el corolario de la guerrilla albanesa en Kosovo y la intervención de la OTAN (bombardeos de Belgrado incluidos) en la primavera de 1999. Acaban de recobrar actualidad con la condena de Ratko Mladić, “el carnicero de Srebrenica”, hace un par de días. La inefable Christiane Amampour de CNN, que había seguido las investigaciones sobre la masacre desde entonces y se había entrevistado con el mismo Mladić, no dudó en celebrar la “justa retribución”.

No seré yo quien se ponga a defender a genocidas y carniceros de la “limpieza étnica”. Sólo que me queda claro que definiciones y condenas están supeditadas a la vieja máxima de que “la historia la escriben los vencedores”. Los bombardeos de Hamburgo con bombas incendiarias, entre el 26 de julio y el 3 de agosto de 1943, son habitualmente justificados con la importancia estratégica de su puerto, astilleros y refinerías; los estrategas de la RAF británica de la Fuerza Aéreas estadounidense los llamaron “operación Gomorra”, equiparándola implícitamente al castigo que un dios inescrutable le había impuesto por igual a culpables e inocentes.

En febrero de 1945, la historia se repitió sobre Dresde; esta vez no había siquiera justificación estratégica; la ciudad no tenía importancia industrial, su población (sobre todo mujeres, niños y ancianos, pues los hombres estaban combatiendo en el frente) había crecido por el influjo de refugiados que huían de la avanzada del Ejército Rojo y hasta su defensa antiaérea había sido desmantelada porque supuestamente la ciudad no representaba un objetivo militar viable.

Vale la pena recordar el principio básico de esos bombardeos: las bombas producían incendios que arrasaban con toda una sección de la ciudad y, además, consumían todo el oxígeno; ningún equipo de rescate podía acercarse a la zona durante días; la población civil que buscaba salvedad en los refugios antiaéreos moría asfixiada; los resultados eran comparables a los de una bomba atómica (todavía en fase de preparación) y, en efecto, los altos mandos aliados los llamaron “la Hiroshima alemana”.

Lo que nos lleva al 6 de agosto de 1945, cuando el bombardero estadounidense Enola Gay dejó caer la primera bomba sobre Hiroshima. El presidente norteamericano Harry S. Truman avisó al gobierno japonés que, de no rendirse, “se esperara una lluvia de ruina desde el aire, sin parecido con nada que se haya visto en esta tierra”. Cualquier semejanza con las amenazas de Trump a Corea del Norte, evidentemente, no es imputable a Truman; de todas maneras, el Japón imperial no se rindió y fue necesaria una segunda bomba, la de Nagasaki, el 9 de agosto.

El comentario, un poco frívolo, es que no me resulta que Harry Truman haya sido considerado genocida o criminal de guerra; tampoco que hayan sido procesados los alto mandos británicos o estadounidenses, responsables de los bombardeos incendiarios sobre Hamburgo y Dresde. Quizás, de haber sido así, Donald Trump lo pensaría dos veces antes de prometer fuego y furia (pero quién sabe, es bastante necio).

Lo dije y lo repito: es bueno que hayan condenado a Mladić para disuadir a los apologetas de la limpieza étnica, como es bueno que se exponga en la picota a Harvey Weinstein y a los acosadores de mujeres. Pero la lista queda corta, en ambos casos, y una lista corta habla de olvido; y el olvido muestra hipocresía si no es que complicidad. Las guerras en la ex Yugoslavia pueden ayudarnos a un muy necesario ejercicio de memoria.

1980: muere Tito y se empieza a desmoronar Yugoslavia, un ente artificial soñado en la posguerra y mantenido como puente entre occidente y el bloque comunista, con el beneplácito tanto de Moscú como de Washington. Yugoslavia tarda diez años en caer en pedazos; muchos intereses creados en ambos bloques retardan su desmoronamiento; pero, para la última década del milenio, la suerte ya está echada. La independencia de Eslovenia cuesta una guerra breve (diez días), apenas una probadita de lo que seguiría.

En lo sucesivo, se contraponen dos proyectos: la Gran Serbia cristiana ortodoxa de Slobodan Milošević (todos los serbios reunidos en un solo estado) y la Gran Croacia católica de Franjo Tuđman (igual para todos los croatas); el tercer proyecto, una “gran Bosnia” musulmana de Alija Izetbeković, es el jarrito de Tlaquepaque entre los otros dos y no llega a cuajar. Proyectos irreales para empezar, que levantan e intentan revivir viejas banderas tradicionales (la derrota serbia frente a los turcos en 1389, la represión de los movimientos independentistas a comienzo del siglo antepasado, las guerras de los Balcanes alrededor de la Primera Guerra Mundial y la colaboración de los ustashas croatas con el nazismo durante la Segunda Guerra), y terminan destruyendo la red de difíciles convivencias que se había empezado a tejer después de la segunda guerra mundial bajo el arbitraje inseguro y contradictorio de la Liga Comunista Yugoslava.

Vista así, la limpieza étnica no fue un daño colateral, aberrante y criminal, de la fragmentación de Yugoslavia en las seis repúblicas que se crearon entre 1992 y 1995 (siete contando Kosovo, cuya declaración de independencia es más tardía y cuyo estatuto internacional aún queda en entredicho); más bien, la limpieza étnica fue, desde el comienzo, el proyecto mismo: serbios y croatas (donde le fue posible) lo persiguieron con singular alegría, en la escalada ininterrumpida e ininterrumpible de revanchas violentas, asesinatos de civiles, violaciones de mujeres y todo lo que ya forma parte de nuestra memoria histórica.

¿Y la OTAN, la UNPROFOR y la Comunidad Europea? Su arrogancia impotente es y quedará un episodio embarazoso en la historia de las “mediaciones” internacionales: las potencias occidentales pasaron del “no es nuestro asunto” de 1991 al “no podemos hacer nada” de 1995, incluyendo la masacre de Srebrenica (y, en general, el sitio de Sarajevo); intervinieron cuatro años después, en 1999, atacando objetivos civiles en Belgrado: dicen que usaron mapas obsoletos proporcionados por la CIA y que por eso destruyeron un entero pueblito (Bogutovac) y bombardearon escuelas, hospitales, el edificio de la radiotelevisión serbia y, de paso, la embajada china.

Claro, los rusos no se quedaron atrás y siguieron apoyando las pretensiones de Milošević hasta que el sueño de la Gran Serbia se reveló del todo irrealizable. Al final, todos contentos firmando acuerdos de paz: todos excepto los muertos, los desplazados y las violadas y embarazadas: una generación, nada más. Mientras tanto, Bill Clinton veraneaba el impeachment y en el Kremlin de Boris Yeltsin ascendía un personaje nuevo con un gran futuro, llamado Vladimir Putin.

Por fin todo ha terminado bien, con un final ordenador, en el gran melodrama de la historia contado por CNN y Christiane Amampour. Mladić va a estar en prisión por el resto de sus días y el juez del Tribunal de la Haya lo hizo sacar de la sala por vociferar en contra del proceso: el último episodio de una larga secuencia que había visto silenciados, entre otros, a Antonio Gramsci, Sacco y Vanzetti, Julius y Ethel Rosenberg, para terminar con las Pussy Riots. Repito: no tengo ninguna simpatía para los que teorizan o ponen en práctica la limpieza étnica y el genocidio, ya sea en la ex Yugoslavia de hace un cuarto de siglo o en el Bundesrat de hoy; pero tampoco me gusta que me tomen el pelo, o traten de confundir mi memoria ya trastabillante por la edad.

Bueno: el próximo 21 de diciembre habrá elecciones en Cataluña y eso merecerá una columna o dos, más adelante. Por cierto, ¿a quién se le ocurre convocar a elecciones entre semana, a cuatro días de la Navidad? No me contesten, sé que lo saben: a Mariano Rajoy. Pero hoy he estado hablando de referéndums, declaraciones de independencia, intervenciones militarizadas de un gobierno central, masacres e impotencia de organizaciones políticas supranacionales, en la ex Yugoslavia de 1991, no en la España de 2017: según el viejo león de Tréveris, las tragedias históricas se repiten en forma de farsa; esperemos que así sea en este caso.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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