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CDMX

Releer el populismo

El semiólogo Fulvio Vaglio nos regala en este artículo una genealogía acerca del populismo, que cierra con una advertencia:
“… es necesario, por mucho que nos duela, reconocer que la miopía de los gobiernos está propiciando un preocupante auge del populismo: como en los años treinta”.

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2016 fue el año de las sorpresas en Gran Bretaña, Italia, Estados Unidos, y Colombia; 2017 ya ha seguido la tendencia en Holanda y promete más de lo mismo en Francia, Alemania y Escocia (omito México donde no habrá elecciones generales, pero la cercanía de 2018 puede inspirar reflexiones ominosas). Señalar que todo se encuadra en un nuevo auge del populismo, puede ser cierto en lo general, pero sólo roza la superficie del problema. Resulta más acertado vincular muchas de estas sorpresas con el fenómeno mundial de la inmigración (a cuenta gotas o masiva), es decir, con la “transnacionalización” del mercado del trabajo. Hay dos autores que vale la pena releer para tratar de entender la situación actual: el primero es famoso y, desafortunadamente, de actualidad (Giovanni Sartori quien acaba de fallecer); el otro (Karl Polanyi) es casi olvidado, pero constituye una mina inagotable de ideas y ejemplos: si se quiere excavar, obviamente.

Parece importante preguntarnos de qué tipo de populismo estamos hablando. Es que hubo, y hay, de toda cepa y para todos los gustos: de arriba desde el estado o de abajo desde la sociedad; ganadores o derrotado; religiosos o ateos; de derecha o de izquierda. Para no caer en la perogrullada (además, históricamente falsa) de que populismo siempre hubo porque siempre hubo pueblos, es oportuno poner algunos puntos sobre las íes; y aquí Polanyi nos puede ayudar.

El punto de arranque es la necesidad, para el sistema mercantil y capitalista en construcción, de controlar el mercado del trabajo: más precisamente, de transformar el trabajo en una mercancía susceptible de venderse y comprarse según las leyes de la demanda y de la oferta. El libro de Polanyi (que, por cierto, se llama, no por casualidad, La Gran Transformación) demuestra que esta transformación no fue ni rápida ni rectilínea los sistemas políticos inglés (antes, durante y después de las revoluciones de 1648 y 1688) y francés (antes y después de la revolución de 1789) frenaron a menudo, intencionalmente, el desarrollo industrial, con tal de no perjudicar su posición de árbitro benevolente entre las clases sociales en disputa: sucesivamente, las clases políticas de los países que llegaban al desarrollo industrial se encontraron con un dilema parecido.

Esta intervención del estado, que casi siempre asumió el velo, bastante hipócrita por cierto, de la protección de los más débiles frente a los privilegiados, mostró que la reducción del trabajo humano a una simple función económica, supeditada a las reglas del mercado autorregulado, siempre fue un sueño (o una entelequia ideológica) realizado sólo a medias; las clases políticas del siglo diecinueve presentan alternadamente la cara represora contra los trabajadores en nombre de la lógica capitalista (el gobierno como consejo de administración de la burguesía, según lo definió Marx) y el rostro paternalista para disminuir, o disimular, los sufrimientos sociales (reglamentación del horario y las condiciones de trabajo, aceptación del sindicalismo, derecho de voto y representación política): Esto fue el caldo de cultivo donde se multiplicaron ideologías populistas y socialismos utópicos, a veces rivales, más a menudo aliados: alternativas ideológicas para la movilización de las conciencias, excluidas siempre de las altas esferas del poder.

El final del siglo XIX (que, como es comúnmente aceptado, se extiende hasta la primera guerra mundial) vio el fracaso de las instituciones tradicionales de control social (gobiernos y parlamentos, incluyendo el juego de equilibrio entre partidos en el poder y partidos de oposición) y la búsqueda, cada vez más frenética y contradictoria, de alternativas. El sistema internacional del mercado (de cuya realidad, en el siglo diecinueve optimista y positivista, había parecido herejía dudar), estaba ahora en crisis; es aquí donde el populismo tuvo su primera, gran oportunidad de constituirse como una alternativa de poder y lo hizo asumiendo el rostro, la coreografía y la demagogia del fascismo: la primera posguerra produjo los primeros ensayos, casi nunca exitosos excepto en el caso italiano; luego la gran depresión dio el empujón definitivo para que, en unos pocos años, los gobiernos fascistas se convirtieran en una fuerza al nivel mundial. Contemporáneamente, la intervención estatal en la economía se convirtió en el nuevo credo, tanto en países que adoptaban las formas de la dictadura como en los que mantenían las de la democracia.

Años treinta: un mercado financiero atado a la fórmula de la base áurea; un mercado de la tierra que aún presentaba diferencias desequilibrantes entre la organización capitalista y las formas pre capitalistas y feudales de la propiedad agrícola; un mercado internacional de los productos y de la circulación de dinero paralizado; una fuerza de trabajo que, en Europa, pasaba de derrota en derrota, y en Estados Unidos de victoria en victoria sin que eso fuera suficiente para poner otra vez en movimiento la maquinaria económica. La nueva guerra mundial fue la respuesta, irracional como todas las guerras pero de ninguna manera ilógica, a la depresión de los años treinta. Y se llevaba a cuestas la carga acostumbrada de populismo.

***

Hasta aquí Polanyi, que escribió su libro en los años terminales de la segunda guerra mundial, aunque lo publicó un poco más tarde, en 1947. Para que sirvan de puente hasta nuestros días, unas reflexiones más, que Polanyi no sintió la necesidad de hacer, o no quiso hacer, pero que ayudan a entender mejor. Acostumbrados, como estamos, a atribuirle la iniciativa bélica a Hitler e Hiro Hito, es fácil olvidar que el propio Lord Keynes, en sus conferencias en la Columbia University del verano 1940, había aconsejado al presidente Roosevelt emprender resolutamente el mismo camino: “Lo que Estados Unidos necesita – había dicho – es una guerra”; y la administración Roosevelt esperó pacientemente (los historiadores mala leche, que nunca faltamos, dicen que propició) el ataque japonés a Pearl Harbour, que le proporcionó un pretexto irrefutable frente a la opinión pública (sus sucesores aprendieron bien la lección, empezando con Harry S. Truman en Corea y siguiendo con Johnson en el golfo del Tonquín y con George W. Bush en el Medio Oriente).

¿Y ahora? Hay un texto de Sartori, publicado a inicio del nuevo milenio, que puede ayudarnos a cerrar el círculo de este discurso. En la traducción española se titula La sociedad multiétnica y demuestra que la situación actual no es una sorpresa de los dos últimos años, ni en Europa ni en Estados Unidos. Si acaso, los desarrollos recientes demuestran que la diferencia entre Estados Unido y Europa occidental se está reduciendo, por lo menos en sus manifestaciones ideológicas y propagandísticas más notorias: Sartori sostiene que el “problema del pluralismo” se debe, en Estados Unidos, a “reivindicaciones multiculturales internas”, y que el mismo problema, en Europa, se origina por la “intensa presión de flujos migratorios externos”. Es una lástima que en el libro de Sartori, por obvias razones cronológicas, no tenga cabida el muro de Donald Trump.

En problema, en todo caso, es el de un mercado del trabajo que no sólo es incapaz de autorregularse, sino que se demuestra, de plano, no regulable por parte de las instancias políticas oficiales. Sobre los países de Europa occidental, la presión migratoria no tiene solución: los recién entrados no sirven para reducir el número de los que pueden entrar sino para llamar a otros inmigrantes nuevos. Sartori parecía olvidar que en Estados Unidos eso ya sucedió en el siglo antepasado, desde la hambruna de la papa de la década de 1840 al cierre de las fronteras a partir de la década de 1890, que concluyó con las leyes restrictivas de la inmigración treinta años más tarde. De aquí, el politólogo Sartori salta a hacerse preguntas sobre el “deber ser” y el “deber hacer” de los países europeos, con posiciones discutibles que ya en su momento fueron criticadas en las reseñas de su libro, tanto españolas como latinoamericanas.

En la secuencia lógica de su discurso, sin embargo, me parece que Sartori tenía más o menos razón: la presión migratoria es percibida como competencia desleal en el mercado del trabajo por parte de las clases trabajadoras locales, ya de por sí reducidas a la defensiva por el desempleo tecnológico debido a robotización, automación y, en general, fuga de empresas hacia lugares más “amigables” (léase: donde las reglamentaciones sobre la explotación del trabajo no existen o son más fáciles de evadir); los políticos oportunistas, desde hace mucho tiempo, han aprendido a manipular el descontento canalizándolo en contra de las minorías más diversas y reconocibles: sucedió en Europa con los judíos desde el siglo XVI, en Estados Unidos en el siglo XIX con los irlandeses en la costa este, en el XX con los orientales en la oeste y los negros donde fuera que los llevara la demanda de trabajo dinamizada por la segunda guerra mundial; sucede ahora con los musulmanes y los africanos en Europa y los latinoamericanos en Estados Unidos.

Defensa de la identidad histórica, de la cultura y de la lengua nacionales, claman los conservadores en los dos continentes; respeto del derecho a la búsqueda de la felicidad (está claramente estipulado en la Constitución de Filadelfia, 1773, así que tiene algo de abolengo) y del derecho al libre tránsito en un mundo globalizado, exigen con cada vez menos fuerza los liberales del primer mundo, con fuerza creciente los populistas del tercero y con asqueroso cinismo los traficantes de personas en ambos; el lugar de la definición  científica, ya desdibujada, de las clases sociales en los países sujetos a inmigración masiva, y de un conocimiento profundo de las especificidades culturales y religiosas de los inmigrantes, es tomado por la noción confusa de “pueblo”, que abre la puerta a todo tipo de apelaciones demagógicas: casi da la gana de llamarlo “neopopulismo” así como estuvo de moda hablar de “neoliberalismo”, “neo imperialismo”, “neofascismo” y (muy poco afortunadamente) “neo comunismo”.

Sartori, hace casi veinte años, ya había reconocido que las sociedades occidentales contemporáneas se traen adentro la disyuntiva entre la tolerancia pluralista del otro que ya vive entre nosotros, y la desintegración de la sociedad en un mosaico de mini culturas ancladas a sus tradiciones y en conflicto con las reglas del juego (políticas, religiosas, socioculturales) de los países donde se instalan. Es una disyuntiva difícil de manejar y es imposible prever cómo se estabilizará el tablero después de estos dos años. Por el momento, es necesario, por mucho que nos duela, reconocer que la miopía de los gobiernos está propiciando un preocupante auge del populismo: como en los años treinta.

*Semiólogo, historiador y escritor

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