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CDMX

Suicidio, género y mundos flotantes

Mientras esperamos a ver si el SPD alemán hace o no su seppuku metafórico, parece interesante echar un vistazo al suicidio verdadero en la realidad del cine o en la ficción de la historia.

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Por Fulvio Vaglio

Para 1897, cuando Émile Durkheim escogió el suicidio como tema ejemplar para su metodología positivista, el tratamiento del mismo tema en la literatura contemporánea ya tenía un largo historial. Quizás podríamos retrodatarlo a 1844, cuando Dumas padre había puesto la pistola en la sien de Pierre Morrel, y luego brincar a 1856, cuando Flaubert puso polvo de arsénico en la taza de Emma Bovary.

la literatura ya había establecido patrones y deslindes importantes que – inevitablemente – pasaban por discriminación de género: los hombres podían salir reivindicados post mortem del desprestigio social con un único acto de valentía suprema, en que la agonía psicológica duraba mucho más (horas, días o semanas) que la décima de segundo que tardaba la bala física en penetrar el cráneo y hacer estallar el cerebro.

Las mujeres no la tenían tan fácil: debían sufrir para morir, así como estaban sujetas a la condena bíblica de parir con dolor. Veneno entonces, corroyéndoles las entrañas por horas o días, y aun así quedaban estigmatizadas, su alma se iba derechito al infierno y su cuerpo se enterraba en partes remotas, no consagradas, de los cementerios. Al menos en teoría, sobre todo para las pobres y las prostitutas.

Los intentos de cambiar los códigos eran pocos y sonaban a escándalo. Seis años antes del estudio de Durkheim, en 1891, Ibsen se había atrevido a poner la pistola en las manos de una mujer (por cierto, Hedda Gabler sí se vuela los sesos mientras que el hombre al que más admiraba, Ejlert Løvborg, no le había atinado ni siquiera al bulto mucho más grande de su abdomen y había terminado disparándose en los huevos, borracho y en un prostíbulo): pero Hedda es rara, hija de un general, marimacha probablemente, y su epígrafe la murmura Brack, el juez al que se le sala el intento de chantajearla para que se acueste con él: ¡La gente no hace estas cosas!, que en castellano de hoy sonaría así como ¡Habrase visto!

No es de sorprenderse, entonces, que la fantasía de los europeos se hubiera dejado cautivar por el suicidio ritual japonés: eso que los occidentales llamaron harakiri aunque sus fuentes les decían que el término correcto y elegante era seppuku. Venía junto con pegado con el descubrimiento de esa cultura extraña y ajena, con las mamparas pintadas, las acuarelas y los grabados del ukiyo-e, el “mundo flotante” que vivía por una noche de placer y se deshacía en la primera luz del alba; ese mundo que tanto les interesaba a los impresionistas y que atiborraba las paredes del Père Tanguy cuando Van Gogh lo retrató en 1887: o quizás fue el holandés, todavía con la oreja entera, quien se los agregó.

Sin duda debió fascinarles a los occidentales el desparpajo amoral con el que los japoneses representaban a geishas, clientes y casas de citas, cuando los franceses, a lo sumo, se limitaban a titilar el morbo de sus compatriotas con odaliscas en harenes turcos; mucho antes que Manet se atreviera a retratar a su amiga, la respetable Victorine Meurent, desnuda entre dos hombres vestidos y mirando indecentemente a un tercero que es el espectador; y algunos años más todavía antes que a Toulouse-Lautrec se le ocurriera ilustrar la Reine de Joie de Victor Jouze con una prostituta sentada entre dos hombres, besando impúdicamente a uno mientras el otro finge no darse cuenta, o quizás espera su turno, o ya se ha agasajado.

También debió impresionarles la inexistencia de condena moral para el suicidio; no pecado sino decisión, a veces libre y a veces impuestas, aceptada siempre, donde lo importante no era que se hiciera sino cómo se llevara a cabo. Doloroso como él solo: el ejecutante de un seppuku podía tardarse horas en morir si no tenía a su lado alguien que lo ayudara, decapitándolo antes que el dolor le hiciera perder la compostura. Ritual de hombres valientes, público o semi público.

En 1896, cuando Durkheim estaba recopilando los últimos datos para su libro, John Luther Long publicaba una novela que tendría una larga historia de éxito: se llamaba Madame Butterfly, fue inmediatamente adaptada al teatro y, seis años después, sirvió de base para la ópera de Puccini. El autor insistió que la anécdota era real y había sucedido unos años antes, en Nagasaki. Puede que sí: lo cierto es que ni el novelista ni el dramaturgo, también inglés, ni los libretistas italianos demostraron interés por conocer a fondo la cultura del suicidio en Japón: querían melodrama, no realidad.

Porque, en realidad, también en el suicidio japonés había discriminación de género: a la mujer no se concedía el reconocimiento de cometer seppuku; a su suicidio se le daba el nombre genérico de jigai. No escribía en su abanico el último poema de despedida. No bebía sake para darse valor, o si lo hacía no resulta; non se clavaba una daga en las entrañas, dándole a su asistente la señal para la decapitación consoladora, sino que se cortaba ella misma la carótida; no se pasaba las mangas del kimono bajo las rodillas para asegurarse que quedaría viendo al frente aun en la muerte, sino que se ataba muslos y tobillos para no caer con las piernas indecorosamente abiertas.

Sobre todo, había una razón más para que la mujer cometiera suicidio y que no aplicaba al hombre: seguir al marido en la muerte, sin que a menudo mereciera ser recordada con su nombre sino como “la esposa de”. La deshonra que, en su caso, evitaba con el jigai, no era la pérdida de prestigio para sí y su familia, sino la violación que la esperaría si los enemigos la capturaran. No se crean que soy un experto en la antropología del morbo (hago mi mejor esfuerzo, pero no lo soy todavía): toda esa información la pueden encontrar en la red. Lástima que, a finales del siglo diecinueve y a comienzos del veinte, nadie hubiera inventado Wikipedia todavía: hubiéramos evitado despropósitos como llamar a la heroína Cio-cio-san o verla cometer harakiri en la escena.

En 1985 se presentó la película Mishima: una vida en cuatro capítulos, que empieza con la preparación del golpe militar (llamémoslo así, a falta de un término mejor), y termina con la consumación del seppuku por parte del escritor japonés. Real el personaje, real el episodio (Mishima se suicidó el 25 noviembre de 1970), mezclada la realización: productores norteamericanos (nada menos que Francis Ford Coppola y George Lucas), norteamericano el director (Paul Schrader) y los guionistas (Paul y su hermano Leonard), japoneses los actores; en japonés los diálogos y en inglés los monólogos de Mishima; reales las obras literarias referidas en los primeros tres episodios (El pabellón de oro, La mujer del abanico, Caballos desbocados); transgresora y provocativa la realización formal (en color las escenas de las novelas, en blanco y negro las de la vida del escritor; las escenas de la preparación y consumación del fallido golpe, y del suicidio final, están en color, para confirmar que ésa fue la representación culminante,  el toque último y definitivo en la trayectoria artística  de Mishima.

Trasfondo de la película y de la formación de Mishima: el Japón de la segunda posguerra, el repudio traumático del carácter divino del emperador, la occidentalización acelerada del estilo de vida, el desarraigo, también acelerado, de los valores tradicionales, las dificultades económicas que se extendían a una clase media, hasta poco antes, próspera y pujante: todo esto impuesto por los vencedores, sordos y ciegos al esfuerzo de una cultura que sufría los espasmos de su muerte y las labores de su regeneración.

Compromiso, inevitable pero casi imposible, entre pasado y presente: Mishima al comienzo lo había buscado en el enfrentamiento con fantasmas personales: la homosexualidad, la prostitución de mujeres otrora respetables paran mantenerse a flote en las dificultades económicas y costear los símbolos del nuevo estilo de vida; el sadomasoquismo y el llamado de la muerte; la decepción por la belleza inútil y dolorosamente lejana (El pabellón de oro: en la película se omite el enamoramiento infantil y frustrado del protagonista por Uiko, la desconcertante joven que se ha entregado a un desertor de la marina militar, se ha quedado embarazada de él, lo delata y muere de un disparo en la espalda mientras se aleja; de acuerdo, no se podía meterlo todo en una película).

Al final Mishima ya no busca el compromiso: el presente le repugna y busca escape en la militancia ultraderechista y en valores pasados: la figura divina del emperador, el prestigio militar del Japón que él apenas había rozado de niño (y del que los médicos militares lo habían excluido por debilucho): es el leitmotiv de Caballos desbocados y también de sus últimos años de vida.

Que yo sepa, aún no se ha hecho una película de otra novela que toca, de manera muy distinta, el mismo tema de fondo: la relación de arte y política en un periodo de rápida e imparable crisis. Un artista del mundo flotante de Kazuo Ishiguro es bastante más reciente que las obras y la vida de Mishima (1986), aunque se ubica más lejos en el tiempo, en los años antes, durante e inmediatamente después de la guerra. Su autor sólo imprecisamente podría llamarse japonés: ha nacido en Nagasaki pero vive en Inglaterra desde que era niño; escribe en inglés novelas que raras veces hablan de Japón: en efecto, lo conocemos más como el autor de Lo que queda del día, la novela totalmente british por ambientación, contenido y valores, trasladada a la pantalla cinematográfica por James Ivory en 1993, con Anthony Hopkins y Emma Thompson como protagonistas.

Así que es casi por una chiripa del destino que Ishiguro nos ha dado a Ono, el viejo pintor ya rebasado por los tiempos, que había triunfado en las primeras décadas del siglo veinte, un poco continuador y otro poco innovador en la tradición del ukiyo-e, moviéndose sin problemas entre la irrealidad del mundo flotante y la realidad de sus intereses pragmáticos. Ambicioso, acomodaticio, mentiroso empedernido (mucho, pero no más que todos), había buscado una reivindicación efímera y muy conveniente en el nacionalismo de los años treinta, cuando decidió pintar cuadros patrioteros según la moda del tiempo y el interés de sus mecenas imperiales, políticos y militares.

Aún ahora, después de la guerra, abandonado por sus mejore discípulos (a algunos de los cuales él mismo había traicionado y delatado cuando le había parecido propicio para su escalada social) y tolerado apenas, a distancia, por sus hijas y yernos, se auto convence de que siempre ha estado coherente y honesto. En el jardín de la institución donde está internado lo visitan, más frecuentemente que sus hijas, los fantasmas inquisidores de su pasado; y sin embargo desgrana un último discurso patriotero sobre la capacidad regeneradora del Japón, y lo hace tan bien que quedamos con la duda de si Ishiguro se burla de él o de nosotros.

Ishiguro recibió  el año pasado el Nobel de literatura; Mishima, según dicen, lo había declinado en favor de su mentor Yasunari Kawabata en 1968: no es seguro, pero, si es leyenda, es buena y consistente con el personaje, que en esa época, indigestado quizás de elogios literarios, ya estaba diseñando los uniformes para su milicia privada, la “Sociedad del Escudo” con la que dos años después intentaría derrocar al establishment y reinstaurar al imperio en un esplendor pasado tan mítico, elusivo e irreal como el pabellón de oro.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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