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CDMX

Toma y DACA

Los despropósitos verbales y cibernéticos de Trump no deberían hacernos olvidar que la migración es un fenómeno global, y que el problema es quién la va a controlar y organizar.

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Por Fulvio Vaglio

Hace ya algunos años, los alumnos de un seminario en Historia Contemporánea me hicieron una pregunta final de moda: ¿si se despenalizara el uso de drogas, afectaría esto el operar del crimen organizado? Contesté lo obvio: en el corto plazo sí, pues recortaría – y con mucho –  las ganancias de los cárteles: como antecedente histórico (también obvio) cité al prohibicionismo en los tiempos de Al Capone y de los Intocables.

En el largo plazo no: y no sólo porque quedarían bolsas de aire reacia a dejarse reventar, en las que todavía pudiera florecer el tráfico de sustancias ilegales (como lo acaban de demostrar las revelaciones sobre la Embajada Mexicana a cargo de Arturo Trejo Nava, en Arabia Saudita, convertida en expendio de alcohol), sino porque, en el sistema capitalista, progresivamente libre de regulaciones legales e inmune desde siempre a escrúpulos morales, el dinero va hacia donde esté la promesa de ganancia.

En unos cuantos años, contesté, el capital (que los cárteles tienen y que va más allá de los gastos de operación en abogados, sicarios, armas y túneles) confluiría hacia otras áreas igual de irreglamentables y hasta más prometedoras que el narcotráfico: como el tráfico de personas. Profecía fácil, desgraciadamente.

La palabra clave, en todo esto, es “irreglamentable”. Se trate de unos jóvenes centroamericanos que se ponen en manos de un pollero más maleado que ellos, o de jovencitas moldavas reclutadas con falsas promesas por padrotes rusos, o de migrantes económicos africanos varados en Libia en espera de la balsa que los lleve a las costas de Sicilia, todos pertenecen a un tráfico viejo de siglos, que ningún estado europeo o norteamericano creyó nunca necesario, o posible, reglamentar.

¿Cuántos siglos? Depende: si consideramos también el tráfico de africanos raptados de sus aldeas y vendidos en los mercados americanos de esclavos, nos remontamos cinco siglos: es la otra cara del descubrimiento de América y empieza, prácticamente, desde entonces. Si nos limitamos a los movimientos espontáneos de población atraída por el desarrollo industrial, más de siglo y medio: entre 1850 y 1900, poco menos de trecientos millones de campesinos europeos se movieron a las nuevas ciudades-dormitorio; pero aun allí no hubo lugar para todos: setenta millones de personas abandonan Europa para América y otras colonias.

Lentamente, unos más y unos menos, dependiendo de la eficiencia de su burocracia y de lo avanzado o retrasado de su legislación social, los estados europeos logran dar cuenta del primer proceso, la migración interna al continente; pero el segundo, la migración transoceánica, queda en una especie de limbo estadístico y legal: te vas, ya no cuentas aquí, y lo que te pase en tu nuevo destino ya no es asunto nuestro. Desarraigado, desprotegido, caes en manos de las mafias que, ni tardas ni perezosa, te reciben en Long Island, en la Boca, en Río, en Veracruz, en La Habana. Lo demás es El padrino parte II.

Hasta que los países receptores también revientan y empiezan a querer reglamentar el flujo migratorio. Estados Unidos establece entre 1921 y 1924 su sistema de cuotas, muchas veces modificado desde entonces. Otros países, sobre todo centro y sudamericanos, prefieren dejar que el problema se soluciones con la ley de la sobrevivencia del más fuerte, o del más paciente, o del más desesperado, que permite a los funcionarios de migración integrar sus sueldos con propinas, a las empresas conseguir mano de obra dócil y barata, y a los burdeles prosperar con los restos de la resaca, al compás de tangos, rumbas y canciones de ardidos.

Estos dos modelos encontraron rutas de coexistencia regulada, si no reglamentada oficialmente; la simbiosis funcionó por algunas décadas y pudo haber seguido funcionando, de no ser por la globalización que, inesperadamente, echó al tablero cantidad de piezas nuevas, casi todos peones pero con sus propios alfiles y caballos, algunos con la pretensión de volverse reyecillos, reinas (del Pacifico o del Sur) y torres de control para pistas de aterrizaje clandestinas.

Ningún país (u organización supranacional, como la Unión Europea) ha logrado hasta ahora desarrollar los instrumentos legales, políticos y económicos para enfrentar la emergencia. Al contrario, la emergencia hace tambalear las soluciones que habían funcionado hasta ahora. Como botón de muestra está Alemania, donde la posibilidad de una nueva coalición entre el centro conservador de Angela Merkel y la socialdemocracia de Martin Schulz depende de cómo los dos partidos (tres, contando la Unión Cristiano-Social bávara de Seehofer) sepan caminar sobre la cuerda floja de la inmigración no reglamentada e incontenible.

De este lado del charco, la polémica de estos últimos días gira alrededor de tres acrónimos y un presunto exabrupto de Donald Trump. El primer acrónimo es bien conocido: DACA, o Deferred Action {for] Childhood Arrivals, fue la estratagema inventada en 2012 por Barack Obama para darle la vuelta a la incapacidad del Congreso de aprobar una reforma migratoria general (Comprehensive Immigration Reform); permitía a los hijos de inmigrantes ilegales, que habían sido llevados a Estados Unidos cuando niños, quedarse, estudiar y trabajar mientras cumplieran una serie de requisitos; era una medida temporal, no una puerta abierta para la conseguir un status de residente permanente (y menos de ciudadano); actualmente el DACA ampara alrededor de 690,000 dreamers según el cálculo más pesimista (las asociaciones para derechos civiles de los migrantes señalan que la administración Trump no ha proporcionado cifras precisas).

En septiembre 2017 Trump anunció que rescindiría DACA a partir de marzo de este año. A comienzos de enero la discusión empezó a calentarse; varios congresistas propusieron sustituir la orden ejecutiva de Obama con una ley en fondo y forma – el segundo acrónimo: el DREAM Act (Development, Relief, and Education [for] Alien Minors). Frente a esta reacción, la administración Trump propuso subordinar una eventual extensión de DACA a la destinación de más dinero y más agentes para la construcción y vigilancia del muro fronterizo.

Finalmente, el pasado 9 de enero un juez de San Francisco ordenó la cancelación de la decisión de Trump; también esta sentencia tiene un carácter provisional mientras se desahogan los muchos procedimientos interpuestos por asociaciones civiles y magistraturas estatales en contra de la decisión de Trump. Nada definitivo, entonces: y esto vuelve a poner la legislación norteamericana en materia de migración a la merced del “toma y DACA” de las negociaciones entre la Administración y el Congreso.

Tercer acrónimo: TPS (Temporary Protected Status): es una medida aprobada por el Congreso en 1990, que otorga posibilidad de residir y trabajar en Estados Unidos a migrantes de países afectados por desastres naturales o guerras civiles: en Centroamérica, los habitantes de cuatro países entran en este tipo de protección, todos por desastres naturales: los terremotos en El Salvador (2001) y Haiti (2010) y el huracán Mitch en Nicaragua y Honduras (2008).

El estatus de protección temporal para Nicaragua ha expirado el 5 de enero y expirará este enero para Honduras, a menos que el gobierno norteamericano conceda una extensión (lo que parece muy improbable). Para 263 mil salvadoreños y 58 mil haitianos, hubiera debido vencer hasta 2019, pero la administración Trump ya ha anunciado su cancelación este pasado 11 de enero.

La guerra de declaraciones de principio (éticos o morales que sean) es engañosa: es claro que Estados Unidos se encuentra al punto en que no puede seguir manejando sus programas de inmigración con base en una legislación temporal que se vuelve eterna y en decisiones “caso por caso”: y menos en una administración como la de Trump, en la que el “caso por caso” está subordinado a la geografía errática del presidente.

Y hablando de trata de personas: la ley de inmigración de 1903 consideraba inadmisibles en Estados Unidos a los padrotes, juntos con epilépticos, mendigos y anarquistas. “Caso por caso”, se quitaron de la lista los epilépticos (en nombre de la corrección política), se mantuvieron pro forma los mendigo y los anarquistas (pero nadie ya se declara tal); ve tú a saber si quedan los padrotes (en la ley, digo, pues en las calles sí quedan, y prosperan).

Con todo y esto, la discusión actual sólo roza la superficie del problema: por cínica que pueda parecer esta afirmación, 320 mil centroamericanos a punto de perder su TPS, y 690 mil dreamers, en gran parte mexicanos, pendientes de si se cancela o no el DACA, sólo son una gota en el océano de desplazados, perseguidos políticos y migrantes económicos que corrientes incontroladas arrojan a las playas de cualquier continente.

Un poco más unívoca parecer ser la situación en la Unión Europea: sin embargo, está supeditada a variables importantes como el funcionamiento del eje Macron-Merkel, la estabilidad del gobierno alemán (si es que logra formarse) y la potencial secesión del grupo de Visegrád (con o sin Eslovaquia, con o sin la añadidura de Austria). Mientras tantos, las mafias globalizadas de la trata de personas tienen un amplio muestrario sobre el que experimentar sus próximos niveles de organización.

Me faltó hablar de la declaración de Trump. Según muchas fuentes (demasiadas para ser desmentidas en los tuits de Trump o las conferencias de prensa de Sarah Huckabee Sanders) llamó Haiti, El Salvador y otros, no mejor definidos, países africanos, “shithole countries” (países-cloaca, para decirlo de manera eufemística). Y en la misma junta se preguntaba por qué Estados Unidos debería aceptar inmigrantes de esos países y no de estados decentes y tranquilos, como Noruega por ejemplo. No sé: quizás porque a los noruegos, desconfiados como ellos solos, no se les ocurre meterse en las manos de polleros, mafiosos y padrotes que les hagan surcar cielos y océanos en busca de un paraíso lejano.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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