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Morir barato y vivir digno: Terrorismo y sociedad civil después de Charlottesville y Barcelona

La violencia terrorista de esta última semana pone otra vez en la mesa la relación entre principios ideológico-morales en la sociedad civil, y la manipulación de los atentados por parte de la clase política. Europa occidental está en el eje del huracán por las elecciones del segundo semestre de 2017, que ya han empezado con inquietantes victorias derechistas.

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Por Fulvio Vaglio

Un muerto en Charlottesville el 12 de agosto. Quince (o dieciséis) en Barcelona el 17. Dos en Turku (Finlandia) el 18, uno en Wuppertal (Alemania) ese mismo día, uno en Estambul (Turquía) hace unas horas, hoy 19 de agosto. Atropellados o acuchillados: hay agregar ocho heridos de cuchillo en Surgut (Rusia) ayer, y todos los heridos de Charlottesville, Barcelona, Turku y Wuppertal.

Charlottesville puede parecer atípico: sucedió en Estados Unidos, lo cometió un neonazi y se dio antes de Barcelona; pero no hay que tomarlo fuera de contexto: en lo que va del año, el uso de coches para atropellar indiscriminadamente a peatones ya tenía un historial tanto en Inglaterra (tres casos entre marzo y junio) como en Suecia (en abril) y en Francia (en junio); en cuanto a los ataques con arma blanca, se han dado en Paris en febrero y en junio, en Bruselas en marzo, en Milán en mayo, en Linz (Austria) y Melilla (enclave español en África del Norte) en junio, en Hamburgo en julio; a esa cuenta hay que agregar los tres turistas (dos alemanes y un checo) asesinados en Egipto ese mismo mes; y aquí también hubo copycats norteamericanos: un caso en New York en marzo (supremacista blanco, con una víctima negra) y uno en Flint, Michigan, en junio (simpatizante yihadista, sin víctimas): los terroristas tienen internet y adaptan las noticias a sus casos particulares.

Hay una lógica perversa tras estos episodios: ISIS recomienda a sus simpatizantes en Europa estas dos modalidades de ataques terroristas, por ser baratas, sin complicaciones para realizarlas y difíciles de prevenir; es cierto que no son tan “eficientes” como un coche bomba o una arma de fuego (“sólo” una tercera parte de los ataques con armas blanca, y menos del setenta por ciento de los ataques con vehículos, terminan con muertes en el bando agredido); pero son un arma ligera funcional para mantener la tensión mientras la organización (trátese de ISIS o de otros) prepara atentados de mayor envergadura, como el del Metro de San Petersburgo el 3 de abril y el del concierto de Ariana Grande en Manchester el 22 de mayo; o como posiblemente debía ser el de Barcelona, si es cierto que algunos terroristas habían volado en pedazos mientras preparaban un atentado con coche (o tráiler) cargado de explosivo: el de Las Ramblas sería una especie de “plan B”. Cuchillo y vehículo sirven precisamente cuando se supone que el objetivo será protegido y difícil de alcanzar con un coche-bomba o un ataque armado, lo que explica su utilización creciente en Israel y la West Bank (un ataque con coche y siete con arma blanca entre enero y abril, dos con coche y nueve con arma blanca en el segundo cuatrimestre).

Estadísticas aparte, los atentados tienen consecuencias que se expanden como círculos en el agua y no siempre son controlables, para empezar porque no nacen en el vacío, sino en un universo ya de por sí cargados de inflamables ideológicos. Sebastian Kurz, el candidato austriaco de centro-derecha para las elecciones del próximo 15 de octubre, en su calidad de Ministro de Exteriores, había declarado (mucho antes de Barcelona) que los inmigrantes ilegales que se rescaten del Mediterráneo deben ser confinados en islas (“como lo hacen en Australia”, dijo), o regresados a su país de origen, y que para los refugiados de la guerra civil en Siria no hay otra alternativa que los campos de concentración (perdón, los centros de acogida) turcos.

Y, hablando de Turquía, el presidente Recep Tayyik Erdoḡan está metido desde hace varios meses en su propio Putingate: todavía ayer ha invitado a los turcos residentes en Alemania a no votar por Angela Merker en las próximas elecciones federales del 24 de septiembre; la jefa del CDU ya le ha contestado que no friegue y, desde hace algunas semanas, se ha abierto una investigación sobre el presunto espionaje de funcionarios turcos en Alemania.

El inefable Kurz (el Macron austriaco, le dicen, por la joven edad) merecerá un análisis más profundo cuando se acerque el 15 de octubre: pero, por el momento, podemos agregar un dato folklórico a sus andanadas populistas: el parlamento austriaco ha aprobado la prohibición de la media luna islámica en los lugares públicos, y del velo y los burkas; Kurz se ha apresurado a tranquilizar a sus seguidores: no se piensa prohibir, junto con la media luna, la cruz cristiana (y seguramente no la minifalda o los vestidos entallados) porque ésta sí es parte de la herencia occidental.

Es extraño: nuestros antepasados europeos y cristianos favorecían que los judíos usaran atuendos e insignias que los identificaran claramente como “eso”: otros, distintos, reconocibles y, por lo tanto, chivos expiatorios predestinados en los momentos de escasez económica y crisis social. Cuidado, señor Kurz: al prohibir el velo islámico y el burka, ¿cómo vamos a reconocer al otro cuando necesitemos apuntar en alguna dirección el dedo señalador e implacable?

Ya Giovanni Sartori se preguntaba cuáles son los límites que Europa (y occidente en general) puede ponerles a los inmigrados, sin cubrir de ridículo nuestras pretensiones de liderazgo moral (que, pensándolo bien, son bastante poco justificadas, libros de historia a la mano). Sartori se contestaba que era un problema abierto en busca de definición; y todavía estamos en ello; cualquier solución implica hilar delgado con el concepto de identidad, es decir, con cultura, lengua, religión e historia: ni modo, al definir al otro, te defines necesariamente a ti mismo.

Los norteamericanos, en estos días, están debatiendo si se vale tirar las estatuas de los generales confederados o si mejor las dejan en su lugar como recordatorio (hay quienes ya han llegado a proponer que sí, que las tiren, y de paso también las de Washington y Jefferson que también tenían esclavos, aunque no tantos). Les pasa cada vez que alguien propone (de buena o mala fe) una revisión crítica de su pasado, que implica también su presente: Alfred Conrad en 1958, William Fogel y Stanley Engerman en 1974 pusieron en tela de juicio el cliché de que el sistema esclavista era económicamente ineficiente, si comparado con el libre mercado de la fuerza de trabajo: ¿van a llegar, los tiradores de estatuas de Robert Lee, a proponer una damnatio memoriae de Fogel, retirándole el Nobel que le dieron en 1993 y quitando de las bibliotecas públicas todas las copias de Tiempo en la cruz?

Afortunadamente la sociedad civil vale más que sus oportunistas representantes políticos: al día después de los atentados de Barcelona, a la indignación y el dolor se juntaba la decisión de no dejar que triunfaran la intolerancia y el irracionalismo: ya había sucedido en París el año pasado y en Londres esta primavera. A la sociedad civil no se le puede pedir más y cualquiera de nosotros, de estar estado allí, estaríamos haciendo y declarando lo mismo. Y sólo ayer, en la víspera de otro rally de la ultraderecha en Boston, alguien defendió el derecho a la libre expresión citando nada menos que a Voltaire: no estoy de acuerdo con nada de lo que dices, pero lucharé hasta la muerte para defender tu derecho de decirlo.

Lo que nos devuelve otra vez la papa caliente a los europeos. ¿Dónde trazamos la raya entre aceptar a brazos abierto a los inmigrantes (que vienen de crisis económico-políticas en cuyo origen estuvimos nosotros, para empezar) y limitar su derecho de asociarse y mantener vivas sus costumbres para no sentirse del todo “extraños en tierra extranjera”? Pregunta difícil de responder: rechazar lo obviamente repugnante para nuestra cultura (el burka, la ablación del clítoris o las matanzas de turistas inocentes) sólo toca la punta de un enorme iceberg, cuyo bulto sumergido es la creciente incompatibilidad entre los tiempos largos de la asimilación de los inmigrados, y los tiempos cortos, cortísimos, de la política, con su ritmo reiterativo (bienal o cuatrienal) de elecciones, redistribución de cotos de poder y campañas ideológicas subyacentes.

Una primera respuesta, por el momento, la han tenido los electores croatas (el 2 de julio) y húngaros (hace unos días, el 15 de agosto): en ambos casos ha ganado la intolerancia derechista. No muy halagüeño para Europa, o para la civilización occidental cacareada por Trump.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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