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Primaveras de invierno

Lo que está sucediendo ahora en Argelia nos obliga a reconsiderar acontecimientos lejanos y modelos viejos.

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Fulvio Vaglio

La primavera árabe empezó el 18 de diciembre de 2010 en Túnez. Para febrero de 2011 se había expandido a todo el norte de África (de Mauritania a Egipto y Sudán, pasando por Marruecos, Argelia y Libia). En los meses sucesivos se extendió a la península arábiga (Yemen, Arabia Saudita, Kuwait, Bahrein) y al Oriente Medio (Líbano, Siria, los palestinos de Israel, Iraq y el Irán sur-occidental). Para 2012 había refluido en su casi totalidad.

En unos pocos casos, la protesta produjo la caída de sistemas políticos que parecían impermeables al cambio: Túnez, Libia y Egipto; en muchos otros, provocó operaciones de maquillaje superficial; en uno al menos (Arabia Saudita) desencadenó un lento y prudente cambio político y generacional que se consumó a partir de 2015 y todavía no termina; en Siria y Yemen terminó reforzando las propias oligarquías contra las que se había rebelado, dejando a sus países destruidos en guerras de las que no se ve el fin.

Occidente hizo lo que ha aprendido a hacer bien: congratuló los pueblos que habían dado un paso hacia la democracia y, en el mismo tiempo, usó el reacomodo político para su propia redistribución de poderes y para cerrar viejas cuentas con dictadores que hasta aquel momento había protegido y solapado: pregúntenle a Muammar Gadafi. Me encantaría poder decir que los malos de esa película fueron los de siempre: imperialistas viejos y nuevos, David Cameron y Barack Obama. Pero no puedo: la Unión Europea le entró con singular alegría al banquete. Finalmente, habíamos inventado nosotros la vieja máxima de cambiar todo para que no cambie nada.

Entre los felinos que habían aprendido el difícil arte de siempre caer de pie, destacaba el quinto presidente de la República Argelina Democrática y Popular, Abdelaziz Bouteflika. Mientras sus homólogos tunecino, libio y egipcio caían, él sobrevivió. Tuvo que ceder algo: por ejemplo, tuvo que revocar la legislación de emergencia que le había permitido mantenerse en el poder desde su primera elección en 1999. Pero hasta esa jugada le había salido bien: con ella, pudo pactar una relativa distancia de la cúpula militar que había controlado la política argelina desde inicio de los años setenta. Le ha funcionado hasta ahora, cuando está a punto de reelegirse presidente por un quinto mandato de cinco años.

Puede que ahora se le esté acabando la suerte. Este febrero que acaba de terminar, ha visto manifestaciones masivas de protesta que han inspirado en algunos analistas la imagen de una nueva primavera árabe, o por lo menos argelina. Hay condiciones favorables: primero la coyuntura internacional, con procesos electorales profundamente viciados y ampliamente contestados en varios países africanos y medio-orientales (vaya, hasta Netanyahu podría ser enjuiciado antes de su reelección); segundo, el uso generalizado de las redes sociales para organizar manifestaciones y responder a la represión casi en tiempo real; tercero, la volatilidad de la situación económica internacional (sanciones y guerras arancelarias), que pone en riesgo la sobrevivencia física de las clases más débiles; cuarto, y de no subestimar, el ejemplo de insumisión que llega desde el viejo continente.

El Noroccidente de África tiene un historial de relaciones ambiguas con Francia, comparable, quizás, sólo a la relación de vecinos distantes entre Estados Unidos y México; pero, además, la insumisión popular en Europa ya no es sólo francesa, como lo hemos estado documentado en esta columna: Budapest, Belgrado y Atenas han ocupado espacio en los noticieros y esto también los jóvenes argelinos lo ven en la red; así como ven los malabares patéticos de Maduro para quedarse en el poder. “Una generación que no ha conocido otra cosa que Bouteflika, está pidiendo apertura y espacios de poder”, comenta hoy sábado el periódico Libération. El humo de los gases lacrimógenos es como la rosa de Julieta: huele igual de acre sea cual sea la plataforma en que lo ves.

Es posible, como sugieren análisis y encuesta de opinión, que el público francés se esté cansando de los “chalecos amarillos” y que la imagen pública de Macron esté mejorando. Pero esto no cambia nada y llega tarde: lo hecho está hecho y no puede deshacerse; para los jóvenes argelinos, la protesta europea demuestra que la rebelión está justificada y puede funcionar. Los jóvenes, se sabe, son incline a la irreverencia y los monstruos sagrados no se salvan del sarcasmo: “FLN: nacido en 1963 – muerto en 2019”, reza la esquela que enarbolaban los manifestantes en las calles de Constantina.

¿Una nueva primavera árabe? Es pronto para decirlo. Finalmente, el mayo francés de hace cincuenta años no duró sino cinco semanas (del 6 de mayo al 12 de junio, precisamente), pero esa chispa se extendió y ardió varios años más en otras partes. Será interesante ver si la protesta argelina de hoy se sale del molde ya repetitivo de los movimientos de protesta pasados, europeos, latinoamericanos o asiáticos. Urgen patrones nuevos y los países norteafricanos tienen toda la experiencia que necesitan para desconfiar de los modelos occidentales: de Patrice Lumumba a Mehdi Ben Barka y a Muammar Gadafi, la historia reciente del neocolonialismo está pavimentada de líderes africanos halagados, consentidos, utilizados e impiadosamente sacrificados cuando ya no servían.

 

 

 

 

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