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TROYA / Lucas, hasta pronto, amor mío

Lucas fue mi compañero por casi 13 años, hoy se ha ido y en honra a su memoria y a todo lo que hizo por mí, por los animales, inicié su libro que no pude terminarle estando con vida.

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Elena Chávez González  

Dios estaba muy enojado y triste por todas las atrocidades que el ser humano cometía contra los mejores amigos que les había dado: los perros.

Miró hacia la tierra y vio animalitos abandonados vagando por las calles, golpeados y torturados, atropellados, sacrificados inhumanamente en antirrábicos, explotados sexualmente y humillados. Decidió que había llegado el momento de hacer justicia a los perros y, al igual que cuando creó al hombre y a la mujer, sopló sobre el polvo que estaba a sus pies y trazó a un pequeño ser vivo de gran tamaño, de sedoso pelaje y corazón noble y valiente, al cual llamo Lucas, que significa “el que está por sobre todas las razas”.

Lo que más destacaba de este perro eran sus ojos: intensos, inocentes, brillantes, con una luz muy especial que Dios aderezó con un tono rosado alrededor de ellos. Su nariz redonda y despintada le daba a Lucas un aire travieso, como si la hubiera pincelado un artista dejándole pequeñas manchas negras que hacían juego con su pelaje bicolor y sus patitas blancas.

Dios lo tomó entre sus brazos acariciándole la cabeza, reflexionó unos instantes sobre su creación y decidió que, a falta de voz, le daría una cola larga y puntiaguda que movería a modo de saludo; iría de un lado a otro en señal de felicidad, lealtad y agradecimiento hacia el humano con quien compartiría los días y las noches, cerca, muy cerca para protegerlo como se le había mandatado. Tú serás, le dijo Dios, la compañía perfecta para salvar al hombre y mujer de su propia miseria. 

Vivirás pocos años en comparación con los humanos porque tu misión no sólo será en la Tierra: al morir esperarás pacientemente a la orilla del río que divide mi reino con la vida para que guíes al humano hasta mí, caminarás a su lado sacándolo de la oscuridad hasta llegar a ese claro de luz donde aves de mil colores cantarán mientras le colocan la túnica blanca que ceñirán a su cintura.

Lucas comprendió de inmediato la tarea que Dios le estaba encomendando. Lengüeteo su manos y cara y salió disparado a recorrer el paraíso que tenía manantiales de agua cristalina, árboles que se erguían como robles, pajarillos sobre sus ramas que simulaban ser unas manos y dedos huesudos, un Sol resplandeciente y gran diversidad de animales que a su paso lo saludaban: ¡bienvenido Lucas! ¡Eres precioso! ¡Aquí todos somos amigos, Lucas! ¡Tú serás el mejor amigo del hombre! 

Durante su carrera de reconocimiento por el paraíso de Dios, el perro había escuchado decir a una vaca pinta y a un caballo negro que pastaban tranquilamente a la sombra de un encino que su raza era viejo pastor inglés, por lo que tenía los dotes para pastorear a los humanos si éstos se perdían en el camino.

–“Cuántas tareas tengo por hacer” –se dijo Lucas feliz de recorrer ese maravilloso lugar donde nadie se veía triste o enojado; al contrario, se respiraba amor, un sentimiento que en la tierra cada vez era menor. Lucas aún no lo sabía. 

Cansado de tanto correr, se echó sobre el verde pasto. A lo lejos vio un arcoíris de mil colores y, sin pensarlo, se incorporó para seguir aquella hermosa luz hacía donde sabía que estaba Dios. Ya había conocido bastante e intuía que debía prepararse para cumplir con la labor que el Creador le había dado.

Al llegar ante la presencia de Dios se sentó en dos patas, lo miró detenidamente mientras inclinaba la cabeza para recibir una tierna caricia. Dios lo dejó crecer a su lado enseñándole los valores de la lealtad y el amor; cuando sintió que estaba listo para enfrentar la maldad del hombre lo llamó y le dijo: ” Lucas, es tiempo de que bajes a la Tierra y cumplas tu misión de proteger de la crueldad del humano a tus hermanos de especie. Les devolverás su dignidad y, si es preciso, te enfrentarás a todo aquél que lastimé a mis hijos amados, pues antes del hombre fueron los animales en todas sus especies los primeros en poblar este mundo”.

Lucas escuchaba atento. Deberás, también, le señaló Dios, enseñar al hombre a respetar y amar a tus hermanos; será un trabajo difícil pero te daré la fuerza, sabiduría y bendición para que tu misión se cumpla como te lo he pedido.

En la Tierra, prosiguió Dios, te conocerán por tu inmensa alegría y tu distintivo serán tus ojitos rosa. Te dirán Luquillo y estarás apoyado por un grupo de perros diferentes a ti, pero con la misma fuerza y nobleza que te ayudarán en esta tarea de limpiar el alma de los humanos para que no descarguen sus frustraciones sobre tus hermanos, a quienes di como valores el amor y la lealtad, más nunca el odio o la venganza.

Lucas se echó a los pies de Dios y ladró tan fuerte que los animales del paraíso se dieron cuenta de que había llegado la hora de despedirse de ese gran perro, amigo de juegos y guardián del cielo.

En la Tierra, los seres humanos seguían con sus malas acciones, abandonaban a cachorros en tiraderos de basura, carreteras y jardines. Amarraban por largos días, semanas y meses a los animales jóvenes hasta causarles heridas profundas en sus cuellos; usaban a los más fuertes y corpulentos para peleas sangrientas, y empleaban a las hembras como fábricas para hacer perritos para vivir de ellos explotándolos sin piedad… ¡La maldad estaba desatada!

Antes de subir a la nube que lo bajaría a la Tierra, Lucas escuchó decir a Dios que encontraría en ese mundo de crueldad y ambiciones una familia humana que lo cuidaría y protegería en su etapa de cachorro para ayudarlo en su juventud a cumplir la misión de humanizar al hombre.

Lucas saltó a los brazos de Dios y luego se despidió de sus amigos para subir de inmediato a la blanca nube que lo bajaría a la Tierra y emprender la tarea encargada por Dios. En su trayecto al mundo vio que lo esperaba con gran amor una pareja de humanos que serían sus padres durante su paso por esta vida.

El viejo pastor inglés nació a la vida terrenal en algún criadero clandestino donde lastiman a las hembras. Sabía que estaría muy pocos días con su madre biológica porque Dios le había marcado su destino: darle felicidad a una mujer que no había tenido hijos y mostrarle la capacidad de amar que tenían los perros.

Al mes y medio de haber nacido, unas manos humanas lo arrancaron de la protección de su madre, escuchó que sería llevado a un lugar que llamaban Peri Coapa, donde vendían cientos de cachorros enfermos que morían de dolor. Lucas sabía que su destino sería otro, pues era enviado de Dios, así que miró por última vez a su madre y a sus hermanos prometiéndoles que ayudaría a evitar el sufrimiento de los animales.

El hombre que lo había arrebatado de su madre lo metió en una pequeña jaula maloliente, lo colocó en la cajuela de la camioneta donde transportaban a los cachorros que venderían y enfiló hacía ese lugar que tenía fama de crueldad, donde decenas de perritos se acurrucaban protegiéndose entre ellos a fin de evitar que los lastimaran. Lucas permaneció en silenció todo el camino, presentía que lo que vería en ese bazar no le agradaría y que a partir de ese momento iniciaba la tarea que Dios le había encargado: ayudar a sus hermanos de especie.

Dos horas más tarde la camioneta vieja y despintada se detuvo de golpe. A lo lejos Lucas escuchó el llanto desesperado de los cachorros, algunos de ellos emitían leves quejidos de dolor que los vendedores de perritos acallaban con cocteles de medicamentos para disimular que estaban enfermos.

La mano del hombre que lo había arrancado de su mamá lo puso en alerta: sin cuidado agarró la jaula donde iba Lucas y se dirigió a unos de los tantos puestos de venta de cachorros para exhibirlo como a los demás. Lo que vio el pequeño Luquillo le generó miedo, un sentimiento que en el reino de Dios no existe, pero que algunos de los animales que habían muerto y estaban en el paraíso celestial le habían platicado porque en vida lo sintieron.

Bruscamente el cachorro bicolor, negro con blanco, fue arrojado a una gran jaula donde se apilaban cachorros que aullaban aterrados. Decenas de manos humanas se lanzaban sobre ellos para explorarlos, medirlos, revisarlos y ponerlos en el húmedo suelo para que corrieran atropellándose entre sí.

–“Pásele, ¿qué raza busca?, aquí tenemos de todas” –dijo otro de los hombres que vendían a los cachorros donde pusieron a Lucas.

El enviado de Dios observó los ojitos tristes de los perritos, sus diminutos cuerpos temblaban de miedo y frío, las jaulas estaban mojadas por la orina de los propios cachorros y otros, ya vencidos, no se movían en espera de que la muerte se apiadara de ellos.

–“¡Los que estén enfermos, a los botes de la basura!” –ordenó un vendedor de tez morena muy oscura como su alma.

Lucas escuchó la sentencia que caía sobre los indefensos cachorros y por primera vez, desde que había bajado del cielo, lloró tan fuerte que sus chillidos inquietaron a un hombre que miraba divertido como jugaban despreocupadamente mordiéndose las orejas otros cachorros.

El hombre se encaminó hacia Lucas y tomándolo entre sus manos lo apretó suavemente tratando de tranquilizarlo, él, César, sería el instrumento de Dios para que el pequeño pastor inglés llegara a la vida de Elena, quien se convertiría en la mamá humana del perrito bicolor de ojos rosa.

Lucas fue mi compañero por casi trece años, hoy se ha ido y en honra a su memoria y a todo lo que hizo por mí, por los animales, inicié su libro que no pude terminarle estando con vida, que esta historia que lleva mucho realismo con un poco de imaginación sirva para que al terminar el libro ayude a que los tratemos con respeto y dignidad, con amor porque nadie nos dará lo que ellos nos entregan. 

Lo nuestro es la #política en la #CDMX; si en verdad te late la grilla chilanga en las redes, visita nuestra página: https://elinfluyente.mx

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