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Cine, guerra y posguerra en Japón

Dos películas y muchos otros títulos que ilustran el desconcierto post-bélico en Japón, 1946-1967.

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Por Fulvio Vaglio

Kon Ichigawa es un nombre nuevo en esta columna, pero se cruza con otros personajes o acontecimientos ya citados aquí. En 1958 dirigió Enjō, traducido en occidente como Conflagración, que es la versión cinematográfica del Templo del pabellón dorado de Yukio Mishima; 35 años después, en 1993, realizó 47 rōnin, un drama histórico sobre la preparación y consumación de la venganza que los samuráis habían llevado a cabo, entre 1712 y 1715, sobre el dignatario imperial responsable de la muerte de su señor feudal (por favor, Keanu Reeves, quítate: estamos hablando de cine serio).

El episodio (histórico según algunos, leyenda según otros) concluye con el seppuku colectivo de 46 de los 47 samuráis; no así la película de Ichikawa, que tiene un final más ambiguo, visto a través de los ojos de Karu, la concubina del jefe de los 47, Kuranosuke Ōishi: al ver en la distancia que uno de los samuráis regresa vivo, cree que es Ōishi; todo el público sabe que no es así y que Ōishi se suicidó, pero Ichikawa nos deja en la disyuntiva de entender lo que todos sabemos que sucedió, o creer que la realidad sea cómo quisiéramos que fuera.

Ichikawa nos había hecho eso otras veces a lo largo de su carrera. En 1959 había usado el mismo recurso en Nobi (Fuegos en la llanura): el soldado Tamura, solo, desarmado y muerto de hambre, avanza con las manos levantadas hacia una patrulla filipina; oímos el sonido de un disparo y lo vemos caer, pero no hay una toma cerrada que nos diga si está vivo o muerto. Antes, en 1953, había hecho casi lo mismo con El arpa birmana: el soldado Mizushima se niega a regresar a Japón hasta haber sepultado al último de sus compañeros muertos en la guerra: la lógica nos dice que no regresará nunca, pero el final queda abierto.

No sólo Nobi y El arpa birmana son las únicas películas sobre la segunda guerra mundial dirigidas por Ichikawa: también son casi las únicas de ese género producidas por el cine japonés en la década sucesiva a la derrota militar de Japón. Dato impactante, si lo comparamos con el recuento de las películas bélicas que se habían producido en Japón en los años anteriores: 12 entre 1938 y 1941 (no se trataba aún de la segunda guerra mundial, sino de la guerra chino-japonesa) y 37 entre 1942 y 1945.

Éstas habían tenido los mismos temas que todas las películas de propaganda de cualquier bando (norteamericanas, inglesas, soviéticas, alemanas o italianas que fueran): jóvenes valientes e idealistas que se enlistan en la marina o en la aviación militar, enfermeras que acompañan a los soldados en los enfrentamientos mortales con el enemigo, obreros que hacen milagros de productividad en las fábricas militarizadas, espías extranjeros a la caza de secretos militares; en el caso de Japón, jóvenes coreanos entusiastas que corren a combatir bajo las banderas japonesas. Después de agosto 1945, ya nada.

Una excepción: en 1947 Fukio Kamei había dirigido Sensō to Eiwa (traducido como La guerra y la paz), sobre la decepción ideológica y existencial de un joven japonés dado por muerto, que regresa después de varios años desde un campo de prisioneros en China; película valiente de un cineasta de izquierdas, que tuvo el destino de ser puesto al índice primero por las autoridades militaristas japonesas, y luego por la administración de McArthur en el Japón ocupado.

Después de Fukio Kamei, nada hasta las dos películas de Ichikawa. Hace dos semanas, hablando del silencio de la cinematografía occidental sobre el proceso de Núremberg, no pude evitar el cliché literario de que hay silencios muy reveladores: eso es hasta más cierto para el cine sobre la segunda guerra mundial en el Japón ocupado.

Los dos primeros años de ocupación norteamericana en Japón marcaron el triunfo indiscutido de Douglas McArthur. Aunque la relación del general con la administración Truman fue variable y errática, McArthur estaba convencido de que, en las decisiones sustanciales, tendría el apoyo de la Casa Blanca; a su vez, apoyó las decisiones de los estrategas de Washington, considerándolas como puras concesiones tácticas para obtener la aquiescencia de los japoneses a la implantación del modelo político, social y económico norteamericano.

Por eso McArthur aceptó exonerar a la familia imperial japonesa, a los grandes industriales y a los médicos responsable de experimentos de guerra bacteriológica, del proceso que el Tribunal Militar Internacional para el Extremo Oriente (IMTFE) armó contra la cúpula político-militar japonesa: la primera porque era un símbolo que se debía manejar con cautela: ya era mucho el que se hubiera obligado al Emperador a renunciar a su status divino, en 1946; los segundos y los terceros porque podían volver a ser útiles en el caso de un enfrentamiento con la Unión Soviética (y con China, si se volviera comunista).

En efecto, el proceso de Tokio (abril 1946-diciembre 1948) fue una copia del proceso de Núremberg y provocó las mismas críticas: con la diferencia que, en el caso japonés, el proceso estuvo enteramente en las manos de Estados Unidos (con la injerencia directa de McArthur), y que cinco de los jueces internacionales presentaron reportes de minoría cuestionando procedimientos y sentencias.

También Tokio, como ya Núremberg un año antes, tuvo un parteaguas evidente ligado a la guerra fría. Independientemente de los compromisos tácticos del proceso, McArthur había proseguido con su plan de “americanización” político-social: había tomado pasos importantes para la disolución del poder del cártel de las grandes corporaciones (el zaibatsu) y, para lograr ese objetivo, había favorecido la creación de sindicatos democráticos.

Pero el juego se le salió de las manos, cuando las nuevas centrales sindicales empezaron a mostrar inclinaciones filocomunistas, exactamente como lo habían hecho sus contrapartes europeas. Por otro lado, McArthur conocía demasiado bien los meandros de la política oriental y no se hacía ilusiones; ya en el otoño de 1947 tenía claro que el régimen de Chiang Kai-sheck, minado por la corrupción de funcionarios y militares, no podría enfrentar la embestida del ejército popular de Mao-zedong.

Los políticos de Washington no tardaron en darse cuenta de ese peligro y reaccionaron igual que en Europa: si McArthur no había entendido que el New Deal de Franklin Roosevelt y Henry Wallace había muerto, había que retirarlo de la jugada. George Kennan llegó a Japón a finales de 1947 precisamente con esa misión y, para el primero de marzo 1948, había despojado a McArthur de su poder real.

Volvió a representarse el juego de sombras chinas entre poder económico-político real y principios abstractos: McArthur, pese a su realismo, aceptó apoyar la última resistencia de Chiang Kai-sheck en contra de Mao, que terminaría con la derrota del primero en diciembre de 1949 y la creación del estado fantoche de Taiwán. En unos pocos meses, los nacientes sindicatos y partidos de oposición japoneses habían sido destruidos e ilegalizados: a partir de eso, el sincretismo entre viejo conservadurismo japonés y American way of life se implantaría sin obstáculos, según un modelo que luego se exportaría igual a Corea del Sur, Indonesia e Indochina.

¿Cómo reaccionó la sociedad japonesa? La pregunta, así formulada, es demasiado vaga. Sabemos que hubo un movimiento de opinión muy fuerte para la liberación anticipada de los criminales de guerra condenados en Tokio; es difícil deslindar color político y representación social; pero, si es cierto que el movimiento alcanzó diez millones de seguidores, la cifra no es despreciable y habla de un sentimiento masivo, ideológicamente confuso, pero con un fuerte tinte anti-americano.

¿Y el cine japonés de esos años? Otras películas, entre las cuales las primeras de Akira Kurosawa, intentaron explorar qué estaba sucediendo en la sociedad civil: El perro rabioso (1949), Escándalo (1950), El idiota (1951), Vivir (1952), hasta llegar a La llave del propio Ichikawa (1959). Otros jóvenes directores siguieron los rastros de la experimentación europea, sobre todo francesa: el nombre con el que se conoció la nueva escuela japonesa es nūberu bāgu, que no es japonés, sino una simple transliteración de nouvelle vague; y la película de Resnais Hiroshima mon amour, de 1959 (que de por sí tiene poco que ver con la bomba atómica) aparece en los créditos como una producción franco-japonesa.

Sin embargo, y con pocas excepciones, los cineastas japoneses se tardaron todavía una década antes de empezar a recuperar el tema de la guerra; entre las rarísimas excepciones, vale la pena citar Los niños de Hiroshima de Kaneto Shindō en 1952, y otra película japonesa, pero con director austro-norteamericano: Anatahan, dirigida el años sucesivo el redivivo Joseph von Sternberg (el mismo del Ángel Azul y del lanzamiento al estrellato de Marlene Dietrich), que es posiblemente el antecedente más cercano, por tema si no por tono, de las películas de Ichikawa: doce marinos japoneses varados en una isla desierta, que siete años después aún no saben que la guerra ha terminado.

Entre 1959 y 1961, Masaki Kobayashi realizó su trilogía La condición humana, la odisea de un joven pacifista japonés, soldado y prisionero de guerra, que termina desilusionado tanto por la ideología militarista como por la socialista. Así se desarrolla el cine bélico japonés entre el final de la guerra y los primeros quince años de posguerra. En este marco destacan las dos cintas de Kon Ichikawa, cuyos protagonistas (no héroes) son soldados de un ejército ya en desbandada, separados de sus compañías y obligado a enfrentar el dilema entre salvar lo poco que les queda de humanidad y ceder a la tentación de un escape fácil: Mizushima rechaza abandonar los cadáveres insepultos de sus compañeros, Tamura se niega a comer carne humana para sobrevivir.

Una posible salida a la confusión ideológica es la tentación revanchista, y el cine japonés no fue excepción; desde la segunda mitad de la década de los sesentas, encontramos con más frecuencia películas sobre la guerra; como curiosidad valdría la pena recordar El día más largo de Japón, de Kihachi Okamoto, que se ubica en la noche entre el 14 y el 15 de agosto de 1945, cuando un grupo de oficiales japoneses, sintiéndose quizás herederos de los 47 rōnin, escenificaron un intento de golpe de estado para oponerse a la rendición (se le conoce como el incidente de Kyūjō) y terminaron con un suicidio colectivo: la película es de 1967, tres años antes de que Mishima intentara revivir la anécdota histórica con su intentona golpista y su suicidio ritual.

Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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