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CDMX

Citizen Trump

Obras de teatro, películas y series documentales (viejas y nuevas) dialogan entre ellas con la era Trump.

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Por Fulvio Vaglio

En 1941, Bertolt Brecht (en exilio en Helsinki) escribió, junto con su colaboradora y ex compañera sentimental, Margarete Steffin, El resistible ascenso de Arturo Ui. Ese mismo año, Orson Welles realizó Citizen Kane.

Dos obras disímbolas por alcance y destino futuro; Arturo Ui sólo fue representado diecisiete años más tarde, en 1958, cuando su vigencia política había caducado, y hoy no constituye sino una curiosidad para los fans más empedernidos de Brecht. Citizen Kane ganó la batalla contra la cadena Hearst, fue galardonada con el Óscar por mejor guion original y, hoy día, hay quienes la consideran la mejor película norteamericana jamás realizada.

Disímbolas, pero no incomparables, por lo menos porque ambas son metáforas que remiten a otra cosa que sí mismas. Arturo Ui, el gánster de Chicago de los años treinta, es Adolf Hitler; la mafia de la coliflor que lo emplea y lo catapulta al poder son los terratenientes prusianos; Cicero, el pequeño pueblo en las afuera de Chicago, es Austria; el almacén auto incendiado es el Reichstag.

Charles Foster Kane es William Randolph Hearst. Misma trayectoria, de un periodismo de escándalos, disfrazado de defensa del hombre común y corriente, a un periodismo amarillista ya sin necesidad de disfraz: misma carrera sin escrúpulos hacia el monopolio (la lucha del Inquirer de Kane contra el Chronicle es la misma que la del New York Journal de Hearst contra el New York World de Pulitzer); mimas ambiciones políticas frustradas; mismas manías de grandezas (el castillo-retiro de Xanadu y el Hearst Castle en California). Misma confusión egocentrista entre merecer amor y respeto, y comprarlos. Misma secuencia de fracasos sentimentales y matrimoniales. Misma soledad final.

¿Historias antiguas? Hasta cierto punto. En 1992, Frank Pierson realizó una película para televisión con el transparente título Citizen Cohn, una biografía del abogado más influyente y siniestro de la escena neoyorquina entre 1951 y el año de su muerte (1986): la película retrata a Roy Cohn como un personaje sin escrúpulos, dominado por un afán enfermizo de poder y por una confianza absoluta en su destino: su carrera había iniciado en 1951, cuando consiguió la condena a muerte de Ethel y Julius Rosenberg: tenía entonces 24 años y era uno de los asistentes del procurador Irving Saypol, encargado del proceso; más adelante, el propio Cohn alardeó haber tenido un rol más importante del que oficialmente se le reconocía, y haber manipulado desde bambalinas tanto al procurador como al juez Irving Kaufman.

El éxito en el proceso Rosenberg y en una decena de procesos similares, aunque no tan resonados, llamó la atención de Joe McCarthy quien invitó a Cohn a ser su segundo de a bordo en el HUAC (el Comité de Investigación sobre Actividades Antiamericanas); desde ese momento Cohn fue el más temido colaborador del senador; también fue el involuntario artífice de la caída de su mentor, pues su relación con David Schine lo arrastró al enfrentamiento con el Ejército, cuyo clímax (el 9 de junio de 1954) marcó el inicio del fin para el alcohólico cazador de brujas.

Cohn abandonó el barco de McCarthy e inició una larga y exitosa carrera como abogado en el Estado de Nueva York: se jactaba de tener en su bolsillo el poder judicial de Nueva York: Sólo dime el nombre del juez, les pedía a sus clientes, entre los cuales se contaban notorios mafiosos (Carmine Galante y John Gotti entre otros), la familia croata Stanimirović y el controversial propietario de los New York Yankees, George Steinbrenner, involucrado en donaciones ilegales a la campaña de Nixon en 1972.

Sus métodos iban del soborno, al chantaje, a la fabricación de pruebas y a la intimidación de testigos (ya lo había hecho con el hermano de Ethel Rosenberg, veinte años antes). Todo intento de perseguirlo por actividades ilegales terminó con su absolución, hasta que finalmente la Corte de Apelación de Nueva York lo expulsó de la barra de abogados en 1986, cuando ya Cohn estaba muriendo de SIDA.

Entre sus clientes de esos años estaban el magnate australo-inglés del periodismo amarillista, Rupert Murdoch, y un joven empresario de la construcción, igual de ambicioso y sin escrúpulos, llamado Donald J. Trump. En noviembre del año pasado, la productora británica 72 Films realizó para Channel 4 la miniserie documental Trump: An American Dream, que ha sido recientemente subida a la plataforma de Netflix. Vale la pena verla pues es un excelente trabajo documental. Consta de cuatro episodios, dedicados respectivamente a los inicios de la carrera de Trump en la industria de la construcción, a su desaforada incursión en los casinos de Atlantic City, a su resurgimiento en el nuevo milenio y a sus veleidades presidenciales, que fueron mucho más añejas de lo que habitualmente se cree.

El primer episodio saca a relucir la relación del joven Trump con el cincuentañero Roy Cohn; es éste quien lo ayuda a intimidar y/o comprar a los políticos de City Hall para que le otorguen una escandalosa exención de impuestos para la realización de su primer proyecto en Manhattan, en 1976, y a enfrentar, un lustro después, al nuevo alcalde Ed Koch para un proyecto similar pero más ambicioso (y más costoso para los contribuyentes nuevayorquinos): la Trump Tower.

Justo al final de este episodio, la entrevistadora le pregunta a Trump qué haría si el alcalde no apoyara su proyecto; Trump contesta, con una sinceridad escalofriante, que esperaría una nueva crisis: cuando las cosas se pongan difíciles, me darán lo que pido; en efecto, la oficina del alcalde negó las facilidades fiscales que Trump pedía, y la Corte Suprema del Estado las aprobó en 1984.

Comparando la miniserie británica con la película de Pïerson, Cohn y Trump son más que mentor y alumno: son almas gemelas. Uno de los entrevistados no duda en llamarlo “un sociópata sin valores” y otro lo llama sin ambages “un artista de la estafa”. La megalomanía de Trump lo obliga a comprar casino tras casino, hasta el monstruo impagable que lo llevaría a la bancarrota: el Taj Mahal, su Xanadu y su Hearst Castle: la misma megalomanía que había llevado a Roy Cohn a enfrentarse al ejército para proteger su relación con el soldado G. David Schine, su compañero de cruzada y, supuestamente, de cama.

En su aventura en Atlantic City, se ve a Trump manejar la hostilidad de su esposa Ivana con Steve Hyde; él es manager del Trump Plaza (el primero de los casinos de su cadena) y ella del segundo, el Trump Castle. Trump goza jugar uno contra la otra: algo que, en su primer año como presidente, hemos visto suceder sin interrupción: finalmente, Trump comprará para Ivana el Plaza de Nueva York para alejarla de Atlantic City, ya que allí se hospeda su amante y futura segunda esposa, Marla.

Trump conoce, por lo menos en su lado anecdótico, Citizen Kane: cuando le preguntan qué consejo le hubiera dado él a Kane en el momento álgido de su crisis, contesta candorosamente: cambia esposa: y así fue: exit Emily (o Millicent, o Ivana), enter Susan (o Marion, o Marla).

Posiblemente, el fracaso del Taj Mahal fue para Trump lo que el conflicto con el Ejército había sido para Roy Cohn: una ocasión para capitalizar su mal habida notoriedad, minimizar pérdidas y pasar a otra cosa. Esta otra cosa era la política.

La serie reconstruye al menos tres pasos del acercamiento de Trump a la candidatura presidencial; el primero, en 2000, tenía el antecedente de Jesse Ventura, el ex luchador profesional que había ganado la elección para gobernador de Minnesota con una campaña  populista anti-sistema político; la gente de Trump se entrevistó con Ventura, pero la candidatura de Trump no cuajó; hubiera debido  ser candidato por un tercer partido (el Reform Party) y sus asesores lo convencieron de que sólo se puede llegar a  la Presidencia de Estados Unidos en la lista del partido demócrata o del republicano.

La incursión de 2000 le dejó claro a Trump que él sólo se postularía si viera una posibilidad real de ganar, y eso pasaba por generalizar y fortalecer la marca Trump. La primera década del milenio le proporcionó el lanzamiento mediático como animador del reality show The Apprentice; el inicio de la segunda década le enseñó a usar las redes sociales, en particular el tweeter.

2012 fue la prueba general: Trump se unió a la campaña en contra de Obama acerca de su presunta nacionalidad extranjera: era predecible que no llegaría a postularse, pues no iba a contender contra Obama en la cumbre de su notoriedad; pero sus apariciones en la Comisión Electoral Republicana lo posicionaron como un posible candidato, aunque incómodo, para un mejor momento.

Que llegó en 2015: la marca Trump estaba funcionando bien y ya nadie recordaba los infortunios de Atlantic City; necesitaba temas candentes y fáciles de capitalizar; uno fue el Muro, que inicialmente sólo fue una de varias propuestas posibles; pero el número de retweets superó las expectativas y desde ese momento el Muro fue parte integral, recurrente si no constante, de la campaña de Trump.

Los historiadores norteamericanos han destacado, desde hace varias décadas, que eso mismo le había pasado a Joe McCarthy; frente a la posibilidad de perder su escaño en el Senado, necesitaba un tema popular con el que bombardear a simpatizantes y adversarios; en una cena de recolección de fondos, en enero 1950, alguien propuso la infiltración comunista; Mc Carthy, ni tardo ni perezoso, se subió al tren y allí encontró su rejuvenecimiento político.

En la mercadotecnia política, la fortaleza de marca (brand equity, le llaman) lo es todo y las pequeñas incongruencias son peccata minuta. Ya se lo había dicho Jesse Ventura a la gente de Trump: la gente no va a recordar lo que dijiste, sino cómo lo dijiste. Después de la derrota republicana de 2012, Trump patentó (créanlo o no) el derecho de autor del eslogan Make America Great Again, pese a que ya lo habían usado públicamente Ronald Reagan y George W. Bush.

Netflix oferta actualmente tres docu-series: una sobre Adolf Hitler: La carrera; otra es la ya citada Trump: An American Dream; y Dirty Money, cuyo sexto episodio también está dedicado a Trump.  En particular, las connotaciones de este último título (Confidence Man) no son fáciles de traducir:con man” es el estafador, y la expresión viene de confidence; tiene que ganarse tu confianza para poderte estafar.

Hitler y Trump: parece que ahora los medios (al menos los que no tienen que ver con la dinastía Murdoch y Fox News) están precisando su estrategia, alejándose de los productos de 2016 (Trump’s Art of Deal: The Movie y el exabrupto videograbado de Robert De Niro desde su sótano), cuya chabacanería ayudó a Trump en vez de lastimarlo. Mientras, a los que nos gusta el chisme aplicado podemos divertirnos a especular si el incendio de ayer en la Trump Tower fue, o no, doloso. Si el buen Bertolt Brecht viviera hoy, quizás escribiría una miniserie y le pondría El resistible ascenso de Donald Trump.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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