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CDMX

¿Guardiola president?

Surgen más datos sobre la guerra interna entre gobierno central de Madrid y parlamento catalán.

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Por Fulvio Vaglio

“Voy a portarlo hasta que salgan [de la cárcel], y si la Premier [League], la FIFA o la UEFA quieren suspenderme, que lo hagan”. Es la última declaración de Pep Guardiola, ex entrenador del Barça con el que ganó todo lo ganable, y entrenador actual del Manchester City. Se refiere al expediente que la federación inglesa de futbol ha decidido abrirle por llevar puesto en la banca de los partidos el llaç groc, el listón amarillo de solidaridad con los representantes catalanes en prisión.

Como siempre sucede con las tomas de posición (especialmente cuando son reaccionarias o ridículas, dos cosas que suelen andar juntas), ésta ha producido una reacción igual y contraria (Newton era inglés, al fin y al cabo) y los aficionados del City han tuiteado que van a pintar de amarillo todo el estadio (finalmente no lo hicieron, al menos no ayer).

Pero quizás el problema no sea de naturaleza política: el listón negro del luto se ha aceptado desde siempre; el rojo de la lucha contra el SIDA, el rosa de la autoexploración del cáncer de mama y el blanco del reniego a la violencia contra las mujeres ya se presentan en los eventos deportivos sin causar polémica; posiblemente el de la FA sólo sea un caso de daltonismo selectivo.

Fuera del ridículo de la FIFA, Pep Guardiola ha estado involucrado (sin su culpa) en otro ridículo mayor: el de la Guardia Civil, que ha entrado a inspeccionar su avión privado para asegurarse que no llevara allí escondido a Puigdemont. Guardiola ha respondido como el gentleman que es, con bofetada de guante blanco; supongo que la Guardia Civil tiene el derecho de revisar lo que se le da la gana, ha dicho; vinieron, vieron y se fueron: aquí no ha pasao nada. La Guardia Civil, obviamente, ha negado el suceso: palabra contra palabra, hay que ver a quién le cree el público, si a un entrenador solvente o a una corporación policiaca cachada varias veces en la mentira a lo largo de los últimos meses.

Es aquí que el tema se sale de la opereta del rectángulo verde y empieza a moverse en las arenas movedizas de la política. La calma aparente de estas últimas semanas oculta un subsuelo peligrosamente inseguro, que involucra el partido soberanista-independentista en Cataluña, la alianza conservadora, el operar de los cuerpos policiales al nivel regional y nacional y, si me apuran, la propia institución monárquica. Vamos por partes.

Las encuestas de opinión de la Generalitat catalana muestran una modificación de equilibrios anteriores en el frente independentista: si hubiese nuevas elecciones en Cataluña hoy, Junts per Catalunya de Puigdemont perdería de 3 a 5 escaños y Ezquerra Republicana Catalana ganaría de 1 a 3, colocándose por encima del partido de Puigdemont; la CUP volvería a ganar parte de lo que perdió en diciembre, recuperando de 3 a 4 escaños.

En el lado “constitucionalista”, Ciutadans de Inés Arrimadas seguiría siendo el primer partido en votos, pero no en escaños (y también perdería de uno a tres lugares en el Parlament); el Partido Popular se mantendría en su representación actual y el Partido Socialista de Catalunya continuaría su carrera suicida hacia la desintegración política, perdiendo otro escaño o dos.

En este panorama, ERC y JpC están llevando una lucha silenciosa (pero no menos letal: parecen la cascabel y el ratón de Animal Planet) para decidir a quién le toca la parte sustanciosa de la comunicación política (la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, de la que dependen TV-3 y Radio Catalunya); JpC había tenido la rebanada más grande y ahora ERC se la está desafiando. En el otro bando, Mariano Rajoy espera que Inés Arrimadas también se desgaste y sus conservadores incómodos regresen al redil.

Mientras se da esta lucha de desgastes, están saliendo a relucir detalles nuevos e inquietantes de la oposición entre gobierno de Madrid y soberanistas catalanes, detalles que se remontan a más allá de octubre, a los días anteriores al 17 de agosto cuando la masacre de las Ramblas. En los últimos meses la atención pública se había desplazado desde el atentado jihadista al referéndum y ahora algunas fuentes la vuelven a concentrar sobre el primero.

Los servicios de inteligencia europeas han averiguado que dos miembros de la célula jihadista de Ripoll habían viajado a París en los días anteriores al atentado de Barcelona, con el mismo coche usado después en la matanza de las Ramblas. Basándose en fotos encontradas en su habitación de hotel, y complementándolas con el interrogatorio del terrorista supérstite de la explosión de Alcanar, han elaborado un esbozo del verdadero plan de los terroristas.

Según filtraciones de las autoridades policiacas europeas, los jihadistas preparaban un atentado simultáneo en las dos ciudades, contra dos símbolos de la cultura europea: la catedral de la Sagrada Familia de Gaudí, en Barcelona, y la Torre Eiffel. El plan, al parecer, se ajó cuando una de las bombas que los terroristas estaban terminando de armar en Alcanar explotó entre las manos de los terroristas, matando a todos menos uno; esto habría obligado la célula a replegar sobre un “plan B”: precisamente el atropellamiento masivo de turistas en las Ramblas.

De entrada y desde afuera, esta reconstrucción deja varias dudas que sólo los desarrollos de las próximas semanas podrán despejar o confirmar; pero Puigdemont no ha tardado en tratar de capitalizarla en su favor: según él, los servicios de inteligencia europeos y españoles habían alertado el gobierno de Madrid, y éste le había ocultado al govern autonómico la proximidad del ataque terrorista, imposibilitando una cooperación pronta y efectiva entre la policía estatal y la catalana, que hubiera evitado las 16 víctimas inocentes de las Ramblas.

Las teorías del complot (fundamentadas o no) tienen una característica en común: dejan muy pronto de ser hipótesis basadas en hechos seguros o sospechas razonables, para convertirse en leyendas auto-explicativas basadas en simpatías ideológicas. Pero también es cierto que la clase política en el poder tiene la responsabilidad por dar alas a esas teorías cuando podría cortarlas, simplemente revelando todo lo que sabe; en cambio, prefiere columpiarse en la seguridad de que el gran público, crédulo por definición y oportunamente manejado por los medios, le va a dar siempre un voto de confianza.

En este caso, sin embargo, parece que la jugada no le va a salir tan bien: los antecedentes no ayudan para nada a decidir quién merece más credibilidad, si Rajoy o Puigdemont: ya mencionamos en esta columna que efectivamente el gobierno de Madrid, desde antes del referéndum, orquestó una campaña para desprestigiar a los Mossos d’Esquadra catalanes en favor del aparato policiaco y jurídico central.

Lo que se está jugando en estas semanas es más que la credibilidad política de Mariano Rajoy, Inés Arrimadas, el PSOE o la alianza soberanista catalana. Visto en el marco institucional, el relativo incremento de ERC está proponiendo de nuevo la disyuntiva en favor o en contra de la opción monárquica; mañana Felipe VI visitará Barcelona: la alcaldesa de la ciudad (Ada Colau) y el presidente suplente del parlamento catalán (Roger Torrent) ya han declarado que no estarán en la recepción y Ómnium (la voz de la cultura izquierdista en Cataluña) ya ha planteado un cacerolazo (claxonazo para los que a esa ahora estarán manejando) en repudio del monarca; el portavoz de ERC, Gabriel Rufián, ya ha recordado el discurso de Felipe VI en favor de la represión y Puigdemont se ha sumado (más tarde y desde Bruselas), pidiendo al rey que se disculpe por su “intervención inconstitucional”.

Vaya como le vaya en Barcelona, parece claro que la casa real, de escándalo en escándalo, ha venido desgastando el capital político (mucho, según una bien alimentada leyenda urbana española, bastante poco para los europeos que veíamos los toros desde la barrera) que había reconstruido Juan Carlos de Borbón a partir del tejerazo de hace treintaisiete años.

Por cierto, el aniversario de ese patético golpe fue el viernes pasado, 23 de febrero; y, por cierto, no fue un intento de golpe militar: considerando las conspiraciones descubiertas y/o abortada, fueron cuatro: la Operación Galaxia de Tejero Molina y Sáenz de Ynestrillas en noviembre 1978, el golpe del mismo Tejero, Milans del Bosch y Armada en febrero 1981, el complot de octubre de 1982 y el de junio de 1985.

Para los que tienen la sorna fácil cuando oyen hablar de “teorías del complot”, no será inútil precisar que las dos últimas conspiraciones planteaban el uso de bombas: contra barracas militares la de 1982 y contra la cúpula política, familia real incluida, en el templete del 2 de junio 1985. Objetivo: echarle la culpa a ETA para provocar el endurecimiento de la política interna española.

El rol de la familia real, por lo menos de 1978 a finales de 1980, no es para nada claro (por ejemplo, ¿quién decidió reducir la pena a Tejero de seis años, pedidos por la acusa, a siete meses, después de operación galaxia, y mantenerlo al mando de la Guardia Civil de donde pudo preparar cómodamente el putsch de veintiséis meses más tarde?); el hecho de que la real familia fuera incluida en los objetivos del último atentado, no se presta a interpretaciones unívoca y bien podría interpretarse como la revancha edípica de los militares contra un padre considerado, para entonces, abandonador.

En los dos últimos, Felipe González desestimó públicamente el riesgo militar y pactó privadamente el apoyo de Juan Carlos a su gestión cada vez menos socialista y democrática y cada vez más neoliberal y autoritaria: la respuesta de González a las acusaciones de corrupción (en el caso de los Fondos Reservados) fue de una ambigüedad inquietante: “Ni hay pruebas, ni las habrá”. Digno de un tuit de Trump.

De allí, pasando por cuatro huelgas generales declaradas por los sindicatos en contra de las medidas antiobreras del gobierno socialista, y por innumerables escándalos por corrupción y por uso criminal de aparatos paramilitares, el PSOE llegó a embocar el túnel al final del cual aún no se ve la luz.

En las dos últimas semanas Pedro Sánchez ha criticado a Rajoy por su inmovilismo: “Si no haces nada, no eres nada”; ¿cambio de rumbo? Por lo pronto, Sánchez ya está enfrentando una asonada de los notables del viejo PSOE. Por mucho que le tengamos simpatía y buena voluntad al joven secretario, es difícil pensar que la cúpula socialista se libere con la necesaria rapidez de la herencia felipista: así como no se les puede pedir a los entrenadores italianos de futbol que dejen a un lado el vicio de defender ventajas esqueléticas que, más frecuentemente que no, se van a perder. Bueno, sí, se quede pedírselo, pero de todas maneras no lo van a hacer.

 

Por eso me gusta Guardiola, con todo y llaç groc.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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