Connect with us

CDMX

In memoria

El legado antifascista de Giorgio Caralli es abordado en esta entrega del semiólogo Fulvio Vaglio. La vida de Caralli es ejemplo y referencia de muchos luchadores sociales que pasaron del activismo sindical a la acción directa para combatir autoritarismos e injusticias.

Published

on

Giorgio, se llamaba. Giorgio Caralli. De la generación de en medio: diez años más joven que mi papá, quince – más o menos – más viejo que yo. Una figura casi paterna para los chavos que hacíamos nuestros pininos políticos y sindicales en aquel otoño de 1968. Un hermano mayor, quizás, o un tío joven; cálido e intransigente, si me aguantan la paradoja.

Había subido al monte con los partisanos cuando tenía catorce años; lo hizo porque los fachas habían matado a su hermano mayor. Estuvo a punto de que lo fusilaran a él también; lo habían agarrado, junto con varios otros, en una operación malograda. Les habían ‘pegado’ dos semanas seguidas, luego los habían subido al camión que todos sabían adónde iba a parar. Un ‘camisa negra’ joven se compadeció, o no quiso broncas con su conciencia, y lo bajó del camión a último momento.

Giorgio le suplicó que lo dejaran allí. Estaba harto de golpes; de todos modos lo bajaron, una semana después lo partisanos bajaron del monte, los fascistas huyeron y así salvó el pellejo.

Pasó los oscuros años cincuenta y la primera mitad de la década siguiente, como muchos: obrero en una fábrica textil, obviamente comunista, sindicalista de las comisiones obreras, pesimista de pensamiento y optimista de corazón; hasta que lo marginaron por haberse ligado con una fracción de estudiantes extremistas (nosotros, y no me pregunten si en el partido de entonces pesaba más la desconfianza hacia los intelectuales orgánicos disidentes o la acusa de fraccionismo, que algún burócrata desempolvaba periódicamente de los textos de Lenin).

Conocimos a Giorgio en aquellos años: compartimos huelgas, entusiasmos y decepciones (él estaba acostumbrado, nosotros por allá íbamos), veladas de guitarra y buen vino tinto (el Carema de Ivrea, si no lo conocen se lo recomiendo); siempre dispuesto a la anécdota política y siempre esquivo de su vida personal; en las veladas estaba sin estar, pasaba como una sombra, su esposa Franca, un personaje adusto y taciturno que llevaba a costa, en silencio, el cáncer que la carcomía.

Quizás por eso, por no tener hijos suyos, digo, nos adoptó a todos por Igual. A Gianni el cáustico al que no le gustaba comprometerse, a Brunello el prudente al que le ganaba el entusiasmo y la juventud, a Sandra la rica, hebrea y revolucionaria (y sensual, tanto que todos los jóvenes, más o menos, babeábamos por ella); a Livio, el más chico, rubio y de ojos claros. Y hay varios más cuya cara y ademanes tengo grabados, pero cuyos nombres se me han escurrido por el reloj de arena de los años. Años después, alguien lo convenció de que ocultara en su casa unas armas de uso exclusivo del ejército: no me miren a mí, para entonces yo ya estaba de becario en Estados Unidos. Por eso, Giorgio pasó varios años en una cárcel de alta seguridad, por asociación con las ‘Brigadas Rojas’; donde, para matar el tiempo, tomaba clase de swahili de su compañero de celda, un africano de no sé qué estado. ¿Le he dicho que sólo había terminado la primaria?

Podría contarles más anécdotas políticas que nos fue soltando a lo largo de las noches y de los años, pero hoy he decidido contarle otro episodio más privado y peregrino. Giorgio circulaba, con su bocho destartalado (así se escribe, con b y no con v: si tienen duda escríbanme, total tienen mi correo), en el centro de Biella y, sea como fuere, se pasó un alto. El guardia de tránsito (no sé si los han visto en el cine: de pie sobre una plataforma circular en el medio del cruce, uniforme y casco negro, bandolera y guantes blancos) estaba distraído, o enamorado, y no hizo sonar su silbato. Bueno, Giorgio se detiene cincuenta metros más adelante, regresa caminando hasta el cruce y le pide al policía que lo infraccione. Así la próxima vez pongo más atención, dijo, y lo consiguió.

En mis primeros años en México solía contarles a mis nuevos amigos esa anécdota, orgullosa señal de mi europeidad. Ya no lo hago. Ya me cansé de escuchar la misma respuesta: ¡Ah qué pendejo!, y cada vez me daba una gana irresistible de patearles los huevos y tirarles los dientes.

Así que he dejado de hablarles de lo que mejor habla de ti, querido Giorgio, que por cierto ya desde hace rato estás empujando margaritas perezosas a salir sobre tu tumba. También moriste de cáncer, bastante después de mi padre, que nunca dejó de escribirte mientras estabas en el bote – y escribirse con un recluso por terrorismo, en aquellos años setentas, no era algo que hiciera cualquiera. Hoy rompo el silencio, no sé por qué, quizás porque es de noche, no tengo sueño y me acechan los recuerdos. Publicarán esta semblanza tuya mañana, aquí en México: nunca te los hubieras imaginado, ¿verdad? Y espero que alguien me escriba a este correo: aunque sea para decirme ¡Ah qué pendejo!, así por lo menos podré patearles (virtualmente) los cojones y la jeta. Porque si los chilangos tuvieran, ellos tan guadalupanos, ellos que sacan una mano del volante y se persignan cada vez que pasan frente a un cementerio, si tuvieran, digo, la mitad de tu sentido moral, si entendieran que enfrentar la responsabilidad de uno lo deja mejor hombre que huir, quizás no tendrían después que buscar en los basureros cuerpos desaparecidos hace tres años (y en mi cumpleaños para joderme más). ¡Ah qué pendejo!

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

*Fulvio Vaglio publica todos los lunes.

Lo nuestro es la #política en la #CDMX; si en verdad te late la grilla chilanga en las redes, visita nuestra página: https://elinfluyente.mx

Continue Reading
Advertisement Article ad code

Los influyentes

Twitter

Facebook

Advertisement Post/page sidebar widget area

Recientes