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CDMX

Kim y Moon, ruido y nueces

La cumbre entre las dos Coreas ha inspirado un optimismo que, a todas luces, es muy prematuro.

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Por Fulvio Vaglio

El primero de julio, mientras México vivirá su jornada electoral, el mundo festejará (es un decir) el cincuenta aniversario del Tratado de No-Proliferación Nuclear. Destinado originalmente a congelar la capacidad nuclear en las manos de los cinco primeros países que habían desarrollado armas no convencionales (Estados Unidos, Unión Soviética, Reino Unido, Francia y China), su éxito fue, y es, cuestionable.

Hubo países que desde el comienzo no firmaron el tratado al que vieron como un monopolio injusto (India, Pakistán e Israel); otro (Corea del Norte) se retiró del tratado en 2003. El problema más grave no lo constituyen los que reconocen tener un arsenal nuclear (India, Pakistán y Corea del Norte), sino los que ni lo admiten ni lo niegan, como Israel y Arabia Saudita.

Es relativamente fácil disfrazar un arsenal militar como tecnología de investigación nuclear para fines pacíficos y energéticos: también es fácil hacer lo opuesto: acusar a un país de estar desarrollando armas cuando sólo tiene capacidades de producir cantidades limitadas de energía nuclear para uso pacífico; lo hizo George W. Bush en 2003 para justificar la invasión de Iraq y lo está haciendo hoy día Donald Trump con Irán.

Los cambios de orientación político-ideológica también dificultan el reconocimiento del riesgo nuclear; países que habían empezado a desarrollar arsenales nucleares bajo regímenes dictatoriales, después de la transición democrática anunciaron haberlos cancelado: es el caso de la Argentina de Videla, del Brasil de Castelo Branco, de la Libia de Gadafi, el Sudáfrica del apartheid, de Taiwán y la propia Corea del Sur; en Europa, fue el caso de la España franquista y de países del bloque comunista como Polonia, Rumania y posiblemente la Yugoslavia de Tito.

En estas circunstancias, la decisión de a quién creerle y a quién no, o a quién inspeccionar y a quién no, depende en gran parte del maniqueísmo azaroso que suele dividir a los países menos encumbrados en “buenos” y “malos” según el sistema de alianzas al que pertenezcan. Las comisiones internacionales de vigilancia, instituidas en el marco del Tratado de 1968, han mostrado por lo regular escasa autonomía y parecen inclines a reeditar la máxima oportunista del Benemérito “a los amigos, justicia y gracia; a los enemigos la ley a secas”.

Todo esto se ha puesto de actualidad otra vez el 27 de abril con la sonadísima cumbre entre Kim Jong-Un y Moon Jaen-In. Pese a las declaraciones finales de los dos presidentes, los analistas han llamado a no echar campanas a vuelo; si bien es cierto que el pasito de Kim Jong-Un al sur de la línea fronteriza teórica ha marcado la primera “visita” de un líder norcoreano a sus vecinos del Sur desde 1953, parece prematuro hablar de un clima nuevo y de propósitos de paz, ahora sí, inquebrantables.

Por lo pronto, parece que el resultado más novedoso será la “visita de reunificación” para familias separadas desde la guerra, ya programada para el 15 de junio: un hito más propagandístico y emocional que real, teniendo en cuenta que los primos separados en su infancia hace 65 años, si quedan con vida, ahora rayan mi respetable edad.  Antes de esa reunión, quizás se dé el encuentro entre Kim Jon-Un y Donald Trump, para el cual todavía no hay ni fecha ni lugar definido, y eso si Trump no considera más conveniente boicotearlo con una nueva escalada de declaraciones incendiarias.

Hasta entonces, las declaraciones de buenas intenciones corren el riesgo de quedar estériles: “no más guerra en la Península de Corea” es una fórmula ambigua, ya que, de hecho, las dos Coreas aún están teóricamente en guerra; sólo hubo un alto al fuego hace 65 años; las dos Coreas no pueden sentarse a negociar una paz sin la cubertura de la ONU y la aprobación activa, por lo menos, de Estados Unidos y China y, a falta de eso, la posibilidad de incidentes fronterizos queda tan abierta como lo ha estado de hecho en las casi siete décadas desde el armisticio.

El restablecimiento de relaciones comerciales plenas pasaría por el retiro de las sanciones en contra de Corea del Norte; esto también es sueño guajiro, a menos que Trump y Xi Jinping lo incorporen en una negociación más general, de la que difícilmente quedaría excluido Vladimir Putin.

Finalmente, el hueso más atractivo para la opinión pública mundial, la desnuclearización de Corea, tiene toda la apariencia de una oblea dormitiva para perros cansados y crédulo: al momento de la verdad, Corea del Sur no va a admitir que tiene su propio arsenal atómico; la decisión unilateral de suspender sus pruebas nucleares, anunciada por Corea de Norte la víspera de la cumbre de Panmunjom, puede revertirse en cualquier momento; “por lo menos en lo que va de este siglo” Corea del Norte no desmantelará su arsenal nuclear, prevén las voces más pesimistas.

¿Qué queda? ¿“Un paso tan pequeño para Kim y Moon, pero un salto gigantesco para la humanidad”? Kim ha reasegurado a Moon que ahora podrá “dormir tranquilo” y quizás la opinión pública mundial esté dispuesta a aceptar que Trump y Kim son dos perros que ladran rabiosamente sin intención de morderse; tal vez sea cierto que la amenaza nuclear recomienda prudencia; mientras tanto, Viet Nam y Alemania son los únicos ejemplos de países divididos artificialmente por la guerra fría y reunificados con éxito. El camino de Corea no parece tener el mismo rumbo.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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