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Los 200 días de Trump: huevos viejos, cáscaras rotas y caballos diplomáticos

Definitivamente, Trump ha decidido echarnos a perder las vacaciones. No es el primer presidente norteamericano a usar la retórica belicista para salvar su imagen y consolidar su propuesta política. El partido a tres bandas (clase política tradicional, clase trabajadora y familia presidencial) está llegando a un primer punto de verificación después del 8 de noviembre de 2016.

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Parece que el Partido Demócrata está finalmente asumiendo su responsabilidad en la derrota electoral del 8 de noviembre. Entrevistado por CNN, David Betras (ex encargado del Comité Nacional Demócrata para el condado de Mahoney, en Illinois) ha reconocido que su partido había perdido capacidad de comunicación con un público que creía tener cautivo: la clase trabajadora blanca, sin educación universitaria, del Midwest. En pocas palabras, dejaron que Trump, multimillonario, sin una afiliación política segura, sin arraigos en sindicatos obreros, dueño de casinos, organizador de reality shows y de concursos de belleza, les comiera el mandato. No lo vieron venir, y les dio una paliza. Falta de ingeniería social, dirían mis amigos del FISEC.

El 8 de noviembre la clase obrera norteamericana no extendió ningún cheque en blanco a Trump ni se realineó a la ideología populista; simplemente, vio la posibilidad de clavar una cuña entre política institucional (Washington, D.C., o “el pantano”, en palabras de Trump) y política social. Aprovecharon la oportunidad y quedaron a la expectativa de qué haría el flamante, inesperado y copetudo presidente. Los primeros resultados se empiezan a ver en este inicio de agosto: el Partido Republicano está claramente tomando las distancias con respecto al “populismo pragmático” de la Primera Familia; en el Demócrata se empieza a ver un resurgimiento de actividad política por parte de Obama con vista a las elecciones parciales de 2018; las encuestas de opinión muestran, en el mismo tiempo, la desconfianza del público hacia la manía declaratoria de Trump (parece que el 73% ya no le cree) y hacia el sistema bipartidista (el 45% de los entrevistado se habría declarado “independiente”, contra el 28% demócrata y el 25% republicano: ¿lo considerará Obama un escenario fértil para su resurgimiento?).

En general, los medios no han desperdiciado la ocasión de los 200 días de Trump en la presidencia (que se cumplieron el 8 de agosto) para hacer hincapié en lo poco o mucho que ha conseguido el presidente hasta ahora: unos, cacareando los huevos más exitosos: la disminución del desempleo, la reducción del déficit comercial de EE.UU., y el aumento de los índices bursátiles; otros, señalando que todos esos huevos presentan fisuras en su cáscara, por donde se puede escapar lo mero bueno.

Primero, la disminución del desempleo no es resultado de la política de Trump: el desempleo había crecido durante el último año de George W. Bush (2008, del cinco al ocho por ciento), había alcanzado cifras históricas (rebasando el diez por ciento) en el primer año de Obama y luego había descendido constantemente hasta el cuatro y medio por ciento en 2016; el hecho de que, en los primeros siete meses de este años, se haya alcanzado el 4.3%, sólo demuestra que con Trump se ha continuado, pero de ninguna manera revertido, la tendencia anterior, o instaurado una nueva. Y las últimas noticias (ya se habla de que Macy’s va a perder diez mil puestos de trabajo) compensan negativamente los trece mil puestos nuevos que Foxconn promete crear, si todo va bien, para 2026.

Se puede decir lo mismo de otro indicador importante: la reducción del déficit comercial de Estados Unidos se debe en gran parte a la menor dependencia de Estados Unidos de la importación de crudo; es un dato innegable, pero depende de la implementación de tecnologías que, evidentemente, no han sido creada en unas pocas semanas: la industria petrolera norteamericana había intensificado (y sustraído a las reglamentaciones medioambientales) la “fracturación hidráulica” (fracking) desde los años de George W. Bush.

En cuanto a la bonanza de la bolsa de valores, el bajón repentino de ayer, jueves 10 de agosto, aunque no ha llegado a ser un “jueves negro”, sólo confirma que es un indicador volátil, altamente sensible a las circunstancias nacionales e internacionales, que no puede ser tomados como reflejo fiel y seguro de la confianza de los consumidores y de los inversionistas; y todavía hay que ver qué pasa con Google y sus broncas internas sobre discriminación y acoso sexual.

Otros indicadores, como movimientos de los salarios y gastos de los consumidores, se han mantenido por debajo de las expectativas deseadas; sin querer cerrar los ojos a los hechos, parece prudente afirmar que la maquinaria económica de Estados Unidos muestra tendencias positivas, pero aún queda lejos de la prosperidad para todos, prometida por Donald Trump: en parte porque el partido republicano no ha ni siquiera empezado a elaborar una propuesta viable de reforma fiscal (léase reducción de impuestos para las grandes transnacionales), que, desde la perspectiva del supply-side economics, se considera como panacea y motor de la recuperación económica. En efecto, la situación tiene una ominosa semejanza con la de 1982, cuando, pese a la reducción de impuestos realizada por parte de Ronald Reagan en el primer año de su presidencia, la maquinaria económica no estaba respondiendo como habían teorizado los defensores del voodoo economics.

Sabemos que la respuesta de Reagan fue el aumento del gasto militar. Ya señalé, en un artículo anterior, que no era la primera vez que esto sucedía: Pearl Harbor en 1941 con Roosevelt, Corea en 1950 con Truman, Vietnam en 1965 con Johnson fueron los antecedentes más inmediatos de las operaciones militares de Reagan; luego las siguieron George Bush padre en la guerra del Golfo de 1991 y George W. Bush después del 11 de septiembre (la teoría de la “conspiración desde adentro” no ha muerto, sólo ha sido convenientemente enterrada: pueden checarlo en la red si quieren, empezando por Wikipedia). Ahora Trump, amenazado por las tijeras de su impopularidad entre las cúpulas de los dos partidos, y de la obligación de mostrar resultados contundentes (o que parezcan tales) hacia su base electoral, está haciendo lo mismo.

No hay que hacerse ilusiones pacifistas: el aumento del gasto militar se debe justificar, y su justificante es la guerra. Puede no ser guerra nuclear o global, pero sí convencional. Parece, después de todo, que Trump va a tener su(s) guerra(s). Para ese propósito, todo sirve para abonar el terreno de la violencia (terreno ya de por sí fértil en Estados Unidos: en este preciso momento  tengo la tele prendida sobre los incidentes entre supremacistas blancos y sus opositores, en Charlottesville, Virginia, a hora y media de Washington por autopista); todo sirve, decía, desde la actitud de padrote de barrio en el Pacífico, a la amenazada (o “no descartada”) posible intervención militar en Venezuela, al nuevo bombardeo de ayer sobre objetivos en Somalia sin mediar “agua va”, hasta el increíble cuento chino (o cubano) de los diplomáticos norteamericanos expuestos a un misterioso ataque con ondas sonora de alta frecuencia: hasta Ana Navarro, estratega republicana, ha empezado a citar la película Wag the Dog (Escándalo en la Casa Blanca) como ejemplo de una amenaza bélica inventada para resolver un problema de popularidad de un presidente (Bill Clinton en ese caso) y que luego se le escapa de las manos.

Todos estos tipos de amenazas pueden ser destrabados, pero su costo puede ser impredecible: eliminar la primera (Corea), al estado actual de los hechos, implica darle el rol de mediadores y pacificadores a Putin y a Xi Jinping, dejando a Trump el rol del “policía malo” (mad man, decía Nixon); la intervención militar abierta en Venezuela parece improbable: Venezuela no es ni Granada, ni Panamá, y ¿para qué arriesgarse con una operación abierta, cuando hay una larguísima tradición de golpes militares apoyados y financiados en lo oscurito desde Washington? Si nada nuevo sucede en Corea, la opción militar más viable sigue estando entre África y el Medio Oriente.

La nueva amenaza cubana es más fácil de resolver: bastaría con sustituir a diplomáticos norteamericanos con perros o caballos (que sí perciben ultrasonidos); al fin y al cabo, hay un antecedente ilustre: ¿no Calígula (otro organizador exitoso de concursos de belleza) nombró senador a su caballo Concitatus?

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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