Connect with us

CDMX

Mentiritas y mentirotas

2017 ha concluido con la primera y única victoria legislativa de Trump: la reforma fiscal. Sin embargo, su popularidad sigue bajando: ¿por qué?

Published

on

Por Fulvio Vaglio

Oficio difícil, el de POTUS. Para los que aún no lo supieran, es el acrónimo por President Of The United States, así como FLOTUS está por First Lady Of The etcétera. Ahorra tecleo y se ha vuelto muy de moda en esta época de tuits. Pero estoy divagando; el trabajo de Donald Trump es más complejo de lo que él hubiera imaginado: lo dijo él mismo hace dos o tres semanas, en uno de sus arrebatos de sinceridad.

Ustedes me perdonarán, pero no puedo resistir la tentación de ayudarlo a entender en qué consiste, en el fondo, esta sensación de agobiante complejidad. Seguramente hay muchas razones, pero yo quisiera subrayar tres.

La primera es que una democracia no puede manejarse como una dictadura, como una empresa privada o, menos aún, como una banda mafiosa. Hay elementos recurrentes en todas las formas de manejo organizacional, pero la posibilidad de que un líder logre sofocar toda forma de crítica y de oposición es mucho más reducida en un sistema democrático. Lo más que puedes hacer es estigmatizar a los críticos como difusores de fake news, lo que puede funcionarte a corto plazo pero, a la larga, te obliga a combatirlos con sus propias armas, y eso se te puede revertir.

La segunda razón es que, mientras más amplio el cargo, más la burocracia que te apoya debe ser organizada con base en una división de competencias estricta y aceptada por todos; tú, como POTUS, tienes el cargo más amplio de todos (“líder del mundo libre”, “comandante supremo de la primera potencia económica y militar” etcétera); tu tradición política acota con bastante precisión las tareas de la FLOTUS (fundaciones caritativas, recaudación de fondos, cenas con embajadores extranjeros), pero no dice nada de los parientes para los cuales ni siquiera hay acrónimo (“primera familia”, primer hijo/a”, “primer yerno” y lo que siga).

La tercera razón es que nunca acabas de entender completamente para qué el electorado te eligió a ti y no a cualquier otro. El CEO de una corporación sí lo sabe: que su barco viaje por aguas tranquilas o tempestuosas, finalmente lo que les interesa a los accionistas es que les asegure expansión y ganancias. Lo mismo puede decirse, en términos sólo ligeramente variados, del generalísimo de un ejército, de la cabeza de una iglesia o del capo de un cártel. En cualquier caso ellos saben quiénes los han escogido y qué margen de maniobra tienen para cumplir sus tareas.

Pero, a más de un año del 8 de noviembre 2016, Trump no sabe a ciencia cierta quiénes lo eligieron. ¿yuppies desencantados con el establishment político? ¿Clase medieros y pequeños propietarios agrícolas estrangulados por los bancos dueños de sus hipotecas? ¿Obreros desempleados y jóvenes sin futuro? ¿Todos los de arriba y otros más?

Todos ellos tenían y tienen demandas y expectativas; posiblemente no sean incompatibles entre ellas, pero sí son tan diversificadas que no caben bajo el cobijo de un solo programa partidista. Lo que los norteamericanos eligieron hace un año es un miracle worker, un hacedor de milagros. Así se presentó Trump en su campaña y así sigue presentándose en sus rallies, sus discursos y sus tuits.

¿Ha hecho milagros? Pues no, pero sigue diciendo que sí, como si su mentor fuera Goebbels y no cualquiera de los estrategas comunicacionales que han pasado este año por la puerta giratoria de la Casa Blanca: el Washington Post ha hecho la cuenta de “afirmaciones falsas o engañosas” en los primeros 298 días de Trump como presidente: 1628, con un promedio diario de 5.5.

La enfermedad se contagió rápidamente a su equipo. El 21 de enero, segundo día en oficio de Trump, la entonces consejera mayor de Trump, Kellyanne Conway, acuñó una sutileza semántica merecedora de un premio en la FIL, cuando un periodista le preguntó por qué el secretario de prensa del presidente había mentido: no es una mentira, dijo la inefable, es un hecho alternativo.

Hechos alternativos ha habido bastantes. Quizás el más importante (por su alcance social y propagandístico) es la disminución del desempleo: ni es milagrosa ni es obra de Trump; si se checan los gráficos y los datos del Bureau of Labor Statistics, se ve que la curva del desempleo empezó a descender en 2011 si no es que en 2010, después de la recesión de 2008.

Para no hacer lo mismo que nuestra querida Kellyanne, hay que señalar que el desempleo había empezado a crecer en los dos últimos años de la administración de George W. Bush, así que tampoco se le puede achacar totalmente a Obama. De todas maneras, la curva descendiente del desempleo fue prácticamente constante desde 2011 hasta este año y, se uno se pusiera quisquilloso, la caída un poquito más abrupta del desempleo se encuentra en 2014-2015, es decir, en el pleno de la segunda presidencia de Obama.

Ahora bien, Trump predijo a lo largo de todo el año que, con los descuentos fiscales aprobados finalmente por el Congreso hace un par de semanas, las transnacionales norteamericanas regresarían a invertir en Estados Unidos, creando niveles de empleo que ni en los sueños más guajiros de Ronald Reagan.

La realidad puede ser un poco distinta: el 29 de noviembre pasado el New York Times publicó un dato histórico y una declaración, ambos muy interesantes. El dato: en 2004 el Congreso, a instancia de George W. Bush, aprobó un recorte fiscal con el objetivo de que las transnacionales regresaran a crear empleos en Estados Unidos; la realidad fue que las corporaciones usaron el noventa por ciento de esos ahorros para consolidar su presencia en el mercado bursátil y para pagar dividendos más altos a los accionistas, no para expandir sus inversiones.

La declaración es de un Nobel de la economía, Joseph E. Stiglitz: “Una de dos: o [la confianza en las consecuencias positivas del recorte fiscal] es una creencia religiosa que ninguna prueba empírica puede sacudir, o [los defensores del recorte] la usan cínicamente y lo único que quieren es más dinero para ellos mismos”.

Según el New York Times, los alcances reales de la reforma fiscal van desde forzar (sin decirlo) las legislaturas estatales a reducir sus gastos en programas sociales, salud y educación pública, hasta permitir el activismo político de las iglesias (la nueva ley deroga la anterior, de 1954, en ese sentido) y abrir la puerta a una mayor injerencia federal sobre temas controversiales como el aborto. Y esto explica por qué la ley ha sido pasada al vapor y sin el escrutinio puntual que, finalmente, lo costó la vida al anterior proyecto republicano anti-Obamacare.

También explica por qué la tasa de aprobación de Trump está constantemente a la baja desde su toma de posesión y ha alcanzado el nivel mínimo de cualquier presidente el primer año de su mandato: a un hacedor de milagros no le pides que sea sincero y que no tergiverse los datos; pero sí le pides que entregue lo que ha prometido: milagros, precisamente.

No creo que el público norteamericano esté reconsiderando su rechazo al “pantano” bipartidista de Washington. Pero, al parecer, terminando 2017 hay menos gente con menos paciencia.

* Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

Lo nuestro es la #política en la #CDMX; si en verdad te late la grilla chilanga en las redes, visita nuestra página: https://elinfluyente.mx

Continue Reading
Advertisement Article ad code

Los influyentes

Twitter

Facebook

Advertisement Post/page sidebar widget area

Recientes