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Incendiarios y videntes

Un aniversario más y tres películas sobre los acontecimientos de febrero-marzo 1933.

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Por Fulvio Vaglio

Hace unos pocos días, el 27 de febrero, se cumplieron 85 años del incendio del Reichstag. Desde el comienzo fue un secreto a voces que la iniciativa había venido directamente de los dirigentes nazistas en busca de un pretexto para excluir del parlamento a la oposición, independientemente de que se crea o no el alarde de Goering diez años más tarde: “Nadie lo sabe mejor que yo. Yo fui quien le prendió fuego”. Al día siguiente el presidente Hindenburg firmaba el “decreto para la protección del pueblo y el estado” que suspendía las garantías individuales y pavimentaba el camino al poder absoluto de Hitler.

Con el incendio del Reichstag inician y terminan, respectivamente, dos películas: Götterdämmerung de Luchino Visconti, de 1969, y Hanussen de István Szabó, de 1988. Ninguna de las dos narrativas gira alrededor de ese episodio histórico.

El tema de Götterdämmerung es la disolución de un imperio industrial familiar en el primer año y medio desde al ascenso de Hitler al poder. En la película, la familia noble propietaria de la corporación acerera más importante de Alemania se llama von Essenbeck; pero si ustedes la buscan en la red no la encuentran, simplemente porque en la realidad tenía otro nombre: Acererías Krupp, principal proveedora de cañones, tanques y barcos (incluyendo los primeros U-Boot) para el ejército y la marina de guerra.

No he encontrado confirmación de que Visconti haya sido el primero a sustituir el nombre Essenbeck con Krupp: pero doce años después, en 1981, un grupo alemán de Industrial Music reconoció que se había inspirado en la película para el lanzamiento de su disco Stahlwerke symphonie (sinfonía de la acerería); el grupo se llama Die Krupps y uno de los tracks se titula precisamente Esselbeck.

A grandes líneas, la películas tiene coincidencias transparentes con la historia: un imperio industrial cuyos propietarios desprecian los parvenus nazis, a los que sin embargo han apoyado como un baluarte contra el peligro de la revolución de izquierdas; una ruptura dentro de la misma familia, con algunos miembros apoyando abiertamente la causa nazista y afiliados a las SA, mientras que otros siguen fieles a la ética (o falta de ética, según se quiera verla) empresarial que desaconseja compromisos demasiado estrechos con uno u otro partido (durante la primera guerra mundial, Krupp había vendido armamento a la Entente (Francia, Inglaterra, Rusia) así como a la Alianza (Alemania y Austria-Hungría).

Como trasfondo, la hostilidad creciente entre las SA (Sturmabteilung) de Röhm y las SS (Schutzstaffel) de Himmler y, en general, de la cúpula nazi; también aquí Visconti se demuestra conocedor atento de aquellos eventos: no atribuye la ruptura entre Röhm e Hitler simplemente a una lucha para el poder personal o a la homosexualidad del primero (como consignó la propaganda pro-hitleriana después de la “purga” de julio 1934), sino a la disyuntiva que los generales del ejército regular le pusieron a Hitler: o con nosotros o con las SA.

Algunas inconsistencias parciales entre realidad y ficción son normales cuando un artista usa la historia como telón de fondo para sus creaciones, sin pretender reflejarla fielmente: por ejemplo, en la película es la baronesa von Essenbeck quien se casa con un plebeyo, mientras que en la historia real sucedió el contrario: la rica heredera de la empresa Krupp, la adolescente Bertha, había sido “convencida” a casarse con el barón Gustav von Bolen und Halbach: la iniciativa vino del propio Kaiser Federico Guillermo II.

Más grave me parece el que la película, en su parte final, se desvía hacia la venganza edípica de Martin Essenbeck contra su madre Sofía; este giro narrativo le quita consistencia al planteamiento de fondo; de acuerdo, era el 1969 y ver a un hijo resentido acostarse casi a la fuerza con su madre podía ser escandalosamente liberador; nada más para ubicarnos, dos años después vendría Le souffle au coeur de Louis Malle, en que el tema del incesto entre madre e hijo es tratado de manera alivianada, despojado de resentimiento y violencia y sobre todo sin la pretensión de marcarlo como móvil de una tragedia familiar e histórica. Pero ése era Visconti, al fin y al cabo.

Con el incendio del Reichstag termina Hanussen de István Szabó. El personaje de la película también es (más o menos) histórico: se trata de Harschel (arianizado a Hermann) Steinschneider, un judío moravo que logró convertirse por un breve rato en el vidente favorito de la cúpula nazi y del propio Hitler. Aparte eso, faltan muchos detalles precisos y seguro de su biografía, aparte que fue ejecutado, probablemente por las SA, la noche entre el 24 y el 25 de marzo de 1933.

Ya esto es suficiente para entender la elección de Szabó: su Hanussen no es (o por lo menos, no cree ser) un estafador: está convencido de tener dotes de vidente aunque, más que a un don sobrenatural, las atribuye a su empatía con la gente con la que entra en contacto: un reportero de la conciencia colectiva, podríamos decir, que se siente obligado a decir lo que percibe, aunque no le plazca; por esto ha vaticinado la toma del poder por parte de Hitler y por eso la cúpula nazi (Goebbels primero de todos)  le otorga notoriedad.

Dentro de la producción de Szabó, un tema fundamental siempre ha sido la responsabilidad individual frente a las tragedias históricas; su Hanussen está cerca de su Mephisto, el actor que se vuelve cómplice del poder en un escenario que lo rebasa (seguramente la semejanza es acrecentada porque los dos son interpretados por el mismo, insuperable Karl Maria Brandauer).

La causa de la caída de Hanussen es la misma que la de su ascenso: contra todas las presiones externas (en este caso, del partido nazi) se niega a callarse cuando su “visión” se vuelve realidad y el Reichstag se incendia.

Los verdaderos organizadores de ese “autogolpe” no pueden exponerse a que el público crea lo que probablemente sucedió: que en realidad, Hanussen se hubiera enterado de sus planes por indiscreciones de los propios jerarcas nazis; no les conviene, no en ese momento, cuando sus designios de poder penden todavía de un hilo, no mientras están orquestando su poco creíble campaña para echarle la culpa del atentado a la conspiración internacional bolchevique y a un albañil comunista holandés sospechoso de retraso mental.

A Hanussen lo fusilan un mes después, pero la película termina con las imágenes documentales del incendio del Reichstag. No así otro filme que puede considerarse como una especie de complemento (o contraparte) al de Szabó: se trata del Invencible de Werner Herzog, de 2001. Confieso que, comparada con las otras dos (y con otras sobre el ascenso de los nazis, que ya he reseñado en esta columna) me sigue decepcionando mientras más la veo: y conste que soy fan del director.

El Hanussen de Herzog no es protagonista de la película, pero es un elemento fundamental de ella; mientras está en escena, Tim Roth nos dice claramente algo, sobre lo que Karl Maria Brandauer nos había dejado con la duda: Hanussen es un estafador, un Cagliostro cualquiera, que usa fríamente su desparpajo y la credulidad del público, tanto para enriquecerse, como para seducir a mujeres nobles acuciadas por la soledad; es, además, un cínico empresario del show business y un padrote sin escrúpulos: tiene a la checa Marta como su propiedad aprovechando su falta de pasaporte y permiso de trabajo, se la niega al protagonista enamorado, pero la golpea cuando se niega a acostarse con el jerarca nazi que puede proteger su negocio.

En la caída de este Hanussen no tiene que ver el Reichstag; los nazis lo abandonan, y finalmente lo eliminan, cuando en el proceso se revelan su origen judío y sus estafas ocultistas. El funcionamiento dramático de la película no es claro, ni siquiera en los términos maniqueos del melodrama: Hanussen, el judío renegado, es un malo con rasgos, a veces, muy humanos; pero Zishe, el judío fiel, es un bueno de principio a fin: un ángel que se sueña a sí mismo en una playa poblada de cangrejos rojos. Así, la carga dramática de la película se diluye: después de que los SA se llevan a Hanussen, lo que le pase a Zishe deja de interesarnos: de Marta no sabemos ya nada, ni nos importa.

Sabemos, en cambio, qué pasó en la historia real: la culpa del incendio se le echó a Marinus Van der Lubbe, un albañil holandés comunista, ilegalmente en Alemania, con antecedentes (si no se los construyeron en ese momento) de piromanía, y sospechas (ídem) de pederastia. Lo condenaron, lo guillotinaron en la cárcel en enero de 1934 y fue rehabilitado en 2008.

El intento de procesar a dirigentes comunistas búlgaros por el incendio terminó de manera embarazosas para los dirigentes nazis: Georgi Dimitrov se reveló mejor orador y mejor conocedor de la ley que Goering e Himmler y fue absuelto con sus dos compañeros.

La treta del autogolpe sí funcionó y la farsa electoral de mayo 1933 le dio la mayoría absoluta al partido nazi (estaban prohibidas las candidaturas de otros partidos); la lucha interna entre SA y SS fue dirimida entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934 en la noche de los cuchillos largos, con ventaja de los segundos y eliminación física de los primeros.

Essenbeck, perdón, Krupp AG, siguió produciendo armas para el Tercer Reich (aunque ya no se las pudo vender a Inglaterra y Francia) y las SS estrenaron uniformes nuevos diseñados por Hugo Boss (no es broma).

Semiólogo, analista político, historiador y escritor.

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